La tentación

La lluvia, que retumbaba sobre el techo de zinc de la pequeña casucha a la orilla del camino, hacía difícil escuchar el sonido que emitía un pequeño aparato de radio, tan destartalado como casi todo lo que había en la choza. «Lluvias torrenciales y tarde muy nublada», apenas se podía oír. El hombre que había pedido cobijo dibujó una irónica sonrisa en su rostro macilento y lleno de pelos; una barba que le nacía casi desde el cuello. Afuera el cielo estaba plomizo y la lluvia no parecía amainar. Lo suyo no era el frío. Miró por la rendija una vez más, como si de esa manera el clima se apurase en cambiar, pero no había remedio. Tendría que continuar el viaje, de lo contrario no llegaría a cumplir la misión encargada. Después de las doce todo estaría perdido. Hizo el ademán de levantarse, cuando vio a una muchacha alzar un trapo mil veces sobado, y entrar en la pieza principal. Lanzando un bostezo se estiró toda ella sin percatarse de la presencia del extraño. La vieja que lo había recibido mostró su desdentada sonrisa y se dirigió al forastero.
—Es mi nieta. Se llama Flora —dijo.
—Mucho gusto, señorita Flora —saludó el hombre.
—¿Desde cuando está esperando? ¿Por qué no me avisaste, abuela? —preguntó la joven.
El hombre levantó las cejas.
—Hija, es un caminante que entró debido a la tormenta —aclaró la vieja.
—¡Ah! —exclamó la chica con cierto desencanto. Se ahuecó su abundante cabello de color negro azabache que le caía en cascadas hasta más abajo de los hombros y al acercarse a la estufa, el hombre pudo apreciar a contraluz que debajo del delgado vestido estampado estaba desnuda. Los senos, apenas cubiertos, parecían que iban a salirse en cualquier momento por su provocativo escote y que ella no haría nada para evitarlo.
El forastero retiró con esfuerzo la vista de ellos y trató de posar la mirada en su rostro. Tenía labios carnosos, ojos grandes y oscuros como su pelo, y a pesar de no ser bonita, era una mujer que tenía un atractivo salvaje. Le provocó poseerla ahí mismo, no le importaba si la abuela se escandalizaba. Haciendo un último esfuerzo, trató de mirar a través de la rendija. Cada vez el cielo estaba más oscuro, y la lluvia no dejaba ver más allá de la ranura.
La muchacha le pasó por el lado y él pudo oler el aroma que emanaba de su cuerpo. Era olor a hembra en celo, él lo reconocía muy bien. Ella lo miró, y con una sonrisa le ofreció una taza de té caliente que el hombre tomó de un solo trago, sin quemarse.
—¿Qué haces por aquí? —preguntó con aire de desgano, mientras se sentaba a su lado en un banco, cruzando las piernas. Sus muslos estaban al aire y el forastero sabía que más arriba no tenía nada. Miró su blanca piel con deseo.
—Iba hacia la Hacienda Grande pero mi caballo sufrió un accidente. Creo que tendré que sacrificarlo.
—¡Ah! ¿Sí? —contestó ella— ¿y qué ibas a hacer allá? Esa es gente rica.
—Lo sé —se limitó a decir el hombre. No podía apartar los ojos de sus muslos, nunca había visto piernas tan hermosas, y los senos... pudo apreciar la punta del pezón asomando en el escote, turgente, rosado. Ella dejó las sandalias y quedó descalza. Sintió una erección imposible de disimular. La muchacha se dio cuenta y sonrió, el mohín que hizo con sus labios parecía una invitación. Sacudió la cabeza para llevarse el cabello hacia atrás y se le acercó. El forastero metió sus manos por debajo del vestido y la atrajo hacia él apretándole las nalgas.
—No cobro muy caro —dijo Flora—, ¿vienes?
El hombre respondió con un sonido gutural, agarró la mano que la joven le tendía y fue con ella tras el trapo que hacía de cortina, mientras la vieja enseñaba su desdentada sonrisa. Los gemidos de Flora eran tan fuertes como si la estuviesen desflorando; el hombre no se quedaba atrás. Transcurrió mucho tiempo, tanto, que la vieja se quedó dormida en un rincón sobre una estera. Cuando despertó era de día. Su nieta estaba contando los billetes sobre una mesa que más parecía un banco grande. Había mucho dinero.
—Abuela, maté dos pájaros de un tiro —dijo—, el forastero no llegará a tiempo, y el señorito seguirá con vida. Le hice prometer que no le haría daño. Y antes de partir me dejó todo su dinero.
—Espero que te cases pronto. Dentro de poco seré yo quien parta.
—Me casaré, abuela. No te preocupes. La Hacienda Grande será mía. Afuera salía el sol, los lodazales se iban secando y el forastero, a medio camino de regreso, trataba de hilvanar una razón que dar por la cual no llevó a cabo el cometido. Su jefe se pondría furioso, pero... había valido la pena. No siempre se la pasaba tan bien en el infierno.

Comentarios

  1. Hola, Blanca: no me olvido de este genial cuento. He vuelto a disfrutarlo.
    Un abrazo

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