Entre dos aguas
De chica, cuando pasaba temporadas en San Pedro de Mala en casa de mi padre, debía comportarme como una japonesa, y eso incluía: comer, vestir, actuar, estudiar y hasta sentir diferente. Trataba de imitar a mis hermanas, hijas de su primer matrimonio. A los japoneses no les gusta demostrar sus sentimientos, esconden tras una sonrisa algunas veces sardónica, la frustración o la tristeza; para ellos es mal visto llorar o demostrar debilidad ante los demás. Tal vez ahora sea diferente, pero en aquel tiempo yo lo percibía así. Recuerdo que cuando tenía cinco años, en cierta ocasión me hice un corte en un dedo con una hojilla de rasurar, y una de mis hermanas mayores me dijo: «¡Ah... no lloras!... Eres valiente». Creo que fue el único cumplido que recibí de ella. Tampoco se nos permitía hacer alarde de nuestro conocimiento o de nuestros bienes, así como de nuestras carencias. En la escuela, los japoneses siempre ocupaban los primeros lugares; el único punto que no importaba que cumpliera a cabalidad, porque yo, por mis rasgos, era considerada por ellos como peruana. El problema se presentaba cuando estudiaba en Lima, allí, por la misma causa, era considerada japonesa, y debía esforzarme siempre por ser una magnífica alumna.
De mi abuela, lo que más recuerdo es que le gustaba abrir la puerta de nuestro dormitorio y preguntar en japonés: ¿Nan shoto, bacatare?, que es como fonéticamente lo evoco. Quiere decir: ¿Qué hacen, malcriadas?, o algo por el estilo. Kioko y yo, sabíamos cuándo ella se acercaba, por su forma peculiar de arrastrar las sayonaras, y solo esperábamos el momento para desternillarnos de risa. Kioko era pequeña, de rostro redondo y rosado, y tenía el cabello cortado como si le hubiesen puesto como molde un tazón en la cabeza. Yo, en cambio, tenía largas trenzas, por ese motivo, los japoneses me decían chola. Lo extraño de esto, es que cuando vivía con mamá, me decían china, aunque fuese japonesa, pero a nadie parecía importarle. Nunca encontré mi lugar apropiado. Aún hoy, vivo en un país que no es el mío, y a veces siento que estoy en el lugar equivocado.
Pero volviendo al pequeño pueblo llamado San Pedro de Mala, que es donde vivía papá, y donde todo tenía ese nombre, nunca olvidaré las tardes en las que junto a Kioko correteaba por los muros de barro seco, ni cuando íbamos al mar y recogíamos gran cantidad de muy-muyes, unos cangrejos en miniatura que llevábamos a casa, con los que la abuela hacía sus extraños preparados culinarios.
Fue en Mala, a los nueve años, cuando tomé gusto por la lectura. Un día, hurgando debajo de la cama de papá, encontré un fabuloso tesoro: una caja llena de libros. Había desde novelas de vaqueros, hasta magníficas novelas de Alejandro Dumás, Julio Verne, Emilio Salgari, Edgar Allan Poe, Agatha Christie. Yo siempre vi a papá leer después de almuerzo echado en su cama, lo que no sabía era de dónde sacaba los libros. A partir de ese día, no me importó más el dilema de saber si estaba o no en el lugar correcto. Me enfrasqué tanto en la lectura que ni siquiera Kioko lograba alejarme de los libros. Recuerdo ahora, que gané el concurso de narración en el colegio: escribí el trabajo de mi hermana, y también el mío. Ella ganó el primer lugar, y yo el segundo. Hace ya muchos años perdí el contacto con Kioko, sé que está viviendo en alguna ciudad de Japón. De aquella familia y de aquel pueblo, sólo ella queda en mis recuerdos como un cálido soplo en el corazón, la única que compartía mis secretos y, a la que creo yo, enseñé también a vivir entre dos aguas. De mí, ella aprendió a llorar, y de ella, yo aprendí a permanecer imperturbable.
B. Miosi
De mi abuela, lo que más recuerdo es que le gustaba abrir la puerta de nuestro dormitorio y preguntar en japonés: ¿Nan shoto, bacatare?, que es como fonéticamente lo evoco. Quiere decir: ¿Qué hacen, malcriadas?, o algo por el estilo. Kioko y yo, sabíamos cuándo ella se acercaba, por su forma peculiar de arrastrar las sayonaras, y solo esperábamos el momento para desternillarnos de risa. Kioko era pequeña, de rostro redondo y rosado, y tenía el cabello cortado como si le hubiesen puesto como molde un tazón en la cabeza. Yo, en cambio, tenía largas trenzas, por ese motivo, los japoneses me decían chola. Lo extraño de esto, es que cuando vivía con mamá, me decían china, aunque fuese japonesa, pero a nadie parecía importarle. Nunca encontré mi lugar apropiado. Aún hoy, vivo en un país que no es el mío, y a veces siento que estoy en el lugar equivocado.
Pero volviendo al pequeño pueblo llamado San Pedro de Mala, que es donde vivía papá, y donde todo tenía ese nombre, nunca olvidaré las tardes en las que junto a Kioko correteaba por los muros de barro seco, ni cuando íbamos al mar y recogíamos gran cantidad de muy-muyes, unos cangrejos en miniatura que llevábamos a casa, con los que la abuela hacía sus extraños preparados culinarios.
Fue en Mala, a los nueve años, cuando tomé gusto por la lectura. Un día, hurgando debajo de la cama de papá, encontré un fabuloso tesoro: una caja llena de libros. Había desde novelas de vaqueros, hasta magníficas novelas de Alejandro Dumás, Julio Verne, Emilio Salgari, Edgar Allan Poe, Agatha Christie. Yo siempre vi a papá leer después de almuerzo echado en su cama, lo que no sabía era de dónde sacaba los libros. A partir de ese día, no me importó más el dilema de saber si estaba o no en el lugar correcto. Me enfrasqué tanto en la lectura que ni siquiera Kioko lograba alejarme de los libros. Recuerdo ahora, que gané el concurso de narración en el colegio: escribí el trabajo de mi hermana, y también el mío. Ella ganó el primer lugar, y yo el segundo. Hace ya muchos años perdí el contacto con Kioko, sé que está viviendo en alguna ciudad de Japón. De aquella familia y de aquel pueblo, sólo ella queda en mis recuerdos como un cálido soplo en el corazón, la única que compartía mis secretos y, a la que creo yo, enseñé también a vivir entre dos aguas. De mí, ella aprendió a llorar, y de ella, yo aprendí a permanecer imperturbable.
B. Miosi
Un gusto regresar a leer esta historia, Blanca. Cálida, como los recuerdos de una época donde ella vivía entre dos aguas... siempre extranjera, tironeada por formas distintas (opuestas, incluso) de verter, comer, sentir, vivir; pero, sin embargo, también una época en la que el cariño, Kioko y los libros permiten encontrar un asidero, cimientos, solidez, conexión entre mundos y presentes y futuros.
ResponderEliminarEsta línea:
“De mí, ella aprendió a llorar, y de ella, yo aprendí a permanecer imperturbable.”
Me sigue pareciendo tan profunda y bella como me lo pareció la primera vez que leí este texto.
(No, no la he olvidado, Blanca; es una de esas líneas que quedan, que no se olvidan)
Cariños,
Esther
Muchas gracias por tus palabras, Esther, este es un cuento de tinte autobiográfico, algo raro en mis relatos.
ResponderEliminarBesos, compañera,
Blanca
Un bello reflejo de lo que es estar con un pie en cada orilla del mundo, sin poder pertener a ningún lugar por entero.
ResponderEliminarEso es, Vitolink, pero creo que el mundo está ahora lleno de gente que se encuentra entre dos aguas. Más que antes, más que nunca... aunque no sabría decirlo con certeza. El ser humano ha sido y siempre tendrá espíritu de pionero. Los inmigrantes, por tanto, siempre han existido.
ResponderEliminarBesos,
Blanca
Blanca, éste es uno de los que más me gusta entre tus mltiples cuentos. El título expresa adecuadamente la historia que es de un realismo romántico, si vale la expresión. Es realista pues refleja situaciones de hecho y aconteceres de la vida, pero tiene una veta romántica en su enfoque, en el sentir y sensibilidad de la protagonista.
ResponderEliminarTe felicito
Agustín
Gracias, Agustín, es cierto lo que dices.
ResponderEliminarBesos,
Blanca