miércoles, 6 de octubre de 2010

EL NOMBRE DE LA ROSA, Umberto Eco


Mi hijo me llevó este domingo la película Rambo IV. Al terminar de verla quedé hastiada de muerte y sangre. Tal vez lo único que me retuvo frente a la pantalla fue compartir con él y ver a Silvester, tan atractivo en su madurez. Tarde ya, tuve una compensación: pasaron una película con otro actor que a pesar del paso de los años, conserva un innegable atractivo. Es de los que llenan la pantalla y hace imposible dejar de verlo: Sean Connery.

Hace tiempo no disfrutaba tanto de una película. Umberto Eco, autor de la novela «El nombre de la rosa», es al mismo tiempo el guionista del filme; esto, unido a la calidad alcanzada por el director
Jean-Jacques Annaud, concede a la película una alta calidad visual y literaria.

Eco, como profesor de semiótica, la ciencia de los signos, aplica de manera magistral sus conocimientos relativos al significado de los símbolos del lenguaje. En cada diálogo existe una especial intención, y cada palabra tiene un significado profundo y concreto.

Una mañana de noviembre de 1327, un monje franciscano: fray Guillermo de Bakersville, personificado por Sean Connery, y su discípulo Adso de Melk, dejado a su cuidado por su padre, llegan a una antigua abadía benedictina situada en el norte de la península italiana.
Su misión: esclarecer el origen de la muerte del monje Adelmo da Otranto.

En sus inicios, la Inquisición confió casi en exclusiva sus investigaciones y deducciones a los franciscanos y dominicos, por tener una mejor preparación teológica y por su supuesto rechazo a las ambiciones mundanas. Fray Guillermo de Bakersville, que había sido inquisidor, muy conocido por ser poseedor de una clara inteligencia deductiva, y que a la postre sus creencias acerca de la efectividad de dicha institución eran ambivalentes, lleva a cabo la investigación. El ambiente oscuro, rodeado de escenas deprimentes, hace ver la forma hipócrita cómo la iglesia, nada caritativa con el pueblo al que mantiene sojuzgado bajo leyes irracionales que los mismos benedictinos en general incumplían, recurre a métodos inhumanos para mantener el poder. Se ve reflejada con claridad descarnada. Sumerge al espectador en un ambiente que rezume realismo.


Las muertes se suceden unas tras otras, y para Fray Guillermo existe un claro elemento que las une: un dedo de la mano, el que se utiliza normalmente para pasar de una página a otra, y la lengua, en todos los muertos, están negros. El secreto reside en la biblioteca de la abadía. Un inmenso, impresionante, oscuro y lóbrego lugar, al que se llega por varios caminos, cada uno más misterioso. Reconozco que es la parte que más me gustó. Trampas, laberintos, escaleras, en una arquitectura gótico medieval, de muros gruesos y ventanas casi inexistentes, es el lugar contentivo de enorme cantidad de libros perdidos, uno de ellos, el prohibido, es el causante de las muertes. Un antiquísimo manuscrito, el Libro II de la Poética de Aristóteles sobre la comedia, escrito en poesía de cadencia yámbica, inofensivo a todas luces para quienes tienen una mente abierta, y que para el monje más antiguo de la abadía constituía el mayor de los pecados: la risa. El libro cuyas páginas estaban envenenadas, era el causante de las muertes.

La simbología es la predominante en los diálogos y en las escenas: Salvatore, el monje deforme y en apariencia retardado mental, se alimenta de ratas y animales impuros, que según Aristóteles eran de «naturaleza baja», tiene poco de humano, personifica el lado oscuro del hombre, pacta con el diablo, alaba al inquisidor, es indiferente a la muerte y llora al final cantando una canción de cuna, tan oscura como él mismo. Uno de los monjes dice al presentarlo: «Habla todos los idiomas y ninguno».

El joven discípulo de fray Guillermo: Adso, sostiene un encuentro sexual con una joven mendiga, que se le entrega en la cocina de uno de los tantos cuartos lóbregos del convento. Es obvio que para él es su primera experiencia sexual, y siente que está enamorado. Al confiar sus sentimientos a su maestro, Fray Guillermo pregunta: «¿Estás confundiendo amor con lujuria?» y Adso responde: «Cuando pienso en ella tengo deseos de protegerla» «Entonces, estás enamorado», responde el maestro. Pocas palabras, pero indicativas del conocimiento humano que posee el autor. Sin embargo, ofrece clara descripción de lo que significa para un religioso de esa época el amor: la simple fornicación, sin otro instinto que el deseo sexual, reflejado en besos entre hombres, lascivia al ver los senos de la Virgen María, y la poca importancia dada a las mujeres, excepto como objetos sexuales que el demonio puso en la tierra para copular. Condenaban la sexualidad y tras los altos muros de la abadía existía toda forma de perversión.

En una discusión con fray Guillermo de Bakersville, Jorge, el benedictino más viejo de la abadía deja en claro que: «La risa deforma la cara, y hace que el hombre se asemeje a un mono» «Los monos no ríen», contesta fray Guillermo. El monje Jorge queda perplejo, sus ojos blancos, pues es ciego, simbolizan la ceguera de la iglesia: pecadora, corrupta, materialista y triste, cuya locura llega al paroxismo al ser el monje ciego quien termina comiéndose las hojas del libro envenenado.

Un filme con alta simbología que hace referencias directas a Simplicio, (el joven discípulo Adso), personaje de uno de los famosos diálogos de Galileo Galilei: «Diálogo sobre los principales sistemas del mundo».

Guillermo de Bakersville, sería Guillermo de Ockham, un franciscano conocido como «doctor invencible» profesor de la Universidad de Oxford en 1319, acusado por el Papa Juan XXII de impartir enseñanzas peligrosas y preso hasta 1328. ¿Quién otro podría haber inspirado a Umberto Eco para personificar a fray Guillermo? El verdadero fue conocido por la aplicación de la lógica rigurosa para llegar a las deducciones...

Al mismo tiempo, recordemos que Sherlock Holmes escribió «El sabueso de los Bakersville», una alusión directa al apellido de fray Guillermo, y en Adso estaría representada la figura del doctor Watson.

Jorge de Burgos, el anciano monje ciego bibliotecario: recordemos que Jorge Luis Borges quedó completamente ciego en la década de los treinta del siglo pasado, a pesar de ello, trabajó en la Biblioteca Nacional y llegó a convertirse en su director hasta 1973. Y por último, la biblioteca de la abadía benedictina, un laberinto que semeja a su obra: «Ficciones», un conjunto de cuentos que no llevan a ninguna conclusión aunque dan la impresión de hacerlo.

Y el título: ¿Qué podría significar el título? Durante toda la película me lo pregunté. Llegué a la conclusión de que probablemente se refería a la sucia mendiga con la que Adso, el discípulo, hizo el amor junto a una fogata en la cocina de la abadía. Nunca le preguntó su nombre, y lo dice él mismo al final, pues es quien relata los hechos ya en su vejez. Nunca volvió a amar, y nunca dejó de recordarla. La rosa, un significativo recordatorio de la frescura, de la pasión y del amor.

B. Miosi