martes, 20 de mayo de 2008

Y más...

La idea de que Einstein era un fiel creyente de Dios, está muy difundida. Probablemente en algunos momentos de su vida haya dado declaraciones que le hayan hecho ver como un hombre profundamente religioso, sin embargo, para la otra parte, para los que piensan diferente, he aquí un artículo publicado en el diario El país; fragmentos extraídos de carta que envió Albert Einstein en 1954, publicada por The Guardian:

"Las supersticiones más infantiles"

Las opiniones de Albert Einstein sobre el hecho religioso han sido objeto de polémica entre los expertos. Una carta inédita que remitió al filósofo Eric Gutkind en 1954 muestra ahora al genio más escéptico. Los siguientes son extractos de la misiva, publicada por The Guardian: (...) La palabra Dios, para mí, no es más que la expresión y el producto de las debilidades humanas, y la Biblia una colección de leyendas dignas pero primitivas que son bastante infantiles. Ninguna interpretación, por sutil que sea, puede cambiar eso (para mí). Tales interpretaciones sutiles son muy variadas en naturaleza, y no tienen prácticamente nada que ver con el texto original. Para mí, la religión judía, como todas las demás religiones, es una encarnación de las supersticiones más infantiles. Y el pueblo judío, al que me alegro de pertenecer y con cuya mentalidad tengo una profunda afinidad, no tiene ninguna cualidad diferente, para mí, a las de los demás pueblos. Según mi experiencia, no son mejores que otros grupos humanos, si bien están protegidos de los peores cánceres porque no poseen ningún poder. Aparte de eso, no puedo ver que tengan nada de escogidos.Me duele que usted reivindique una posición de privilegio y trate de defenderla con dos muros de orgullo, uno externo, como hombre, y otro interno, como judío. Como hombre reivindica, por así decir, estar exento de una causalidad que por lo demás acepta, y como judío, el privilegio del monoteísmo. Pero una causalidad limitada deja de ser causalidad, como nuestro maravilloso Spinoza reconoció de manera incisiva, seguramente antes que nadie. Y las interpretaciones animistas de las religiones de la naturaleza no están, en principio, anuladas por la monopolización. Con semejantes muros sólo podemos alcanzar a engañarnos (...) a nosotros mismos, pero nuestros esfuerzos morales no salen beneficiados. Al contrario (...)

¿Dios creó al hombre o el hombre creó a Dios?

Este artículo trae a colación un tema que en los últimos tiempos se ha puesto sobre el tapete. Esther González, en su cuento Especiación Inversa siembra el gérmen de la duda cuando plantea los inicios de la religión en la mente del hombre.

MÓNICA SALOMONE, Diario El País, España.
20-05-2008
Si usted cree en Dios o, en general, en alguna forma de ente místico, sepa que la inmensa mayoría de la humanidad está en su mismo bando. Si por el contrario no es creyente, es usted, en términos estadísticos, un raro. Si la demostración de la existencia de Dios se basara en el número de fieles, la cosa estaría clara. No es así, aunque en lo que respecta a este artículo eso es, en realidad, lo de menos. Creyentes y no creyentes están divididos por la misma pregunta: ¿Cómo pueden ellos no creer/creer (táchese lo que no corresponda)? Este texto pretende resumir las respuestas que la ciencia da a ambas preguntas.
Los físicos están pletóricos este año porque gracias al acelerador de partículas LHC, que pronto empezará a funcionar cerca de Ginebra, podrán por fin buscar una partícula fundamental que explica el origen de la masa, y a la que llaman la partícula de Dios. Los matemáticos, por su parte, tienen desde hace más de dos siglos una fórmula que relaciona cinco números esenciales en las matemáticas -entre ellos el famoso pi-, y a la que algunos, no todos, se refieren como la fórmula de Dios. Pero, apodos aparte, lo cierto es que la ciencia no se ocupa de Dios. O no de demostrar su existencia o inexistencia. Las opiniones de Einstein -expresadas en una carta recientemente subastada- valen en este terreno tanto como las de cualquiera. Sí que se pregunta la ciencia, en cambio, por qué existe la religión.
No es ni mucho menos un tema de investigación nuevo, pero ahora hay más herramientas y datos para abordarlo, y desde perspectivas más variadas. A sociólogos, antropólogos o filósofos, que tradicionalmente han estudiado el fenómeno de la religión o la religiosidad, se unen ahora biólogos, paleoantropólogos, psicólogos y neurocientíficos. Incluso hay quienes usan un nuevo término: neuroteología, o neurociencia de la espiritualidad. Prueba del auge del área es que un grupo de la Universidad de Oxford acaba de recibir 2,5 millones de euros de una fundación privada para investigar durante tres años "cómo las estructuras de la mente humana determinan la expresión religiosa", explica uno de los directores del proyecto, el psicólogo evolucionista Justin Barrett, del Centro para la Antropología y la Mente de la Universidad de Oxford.
Meter mano científicamente a la pregunta 'por qué somos religiosos los humanos' no es fácil. Una muestra: experimentos recientes identifican estructuras cerebrales relacionadas con la experiencia religiosa. ¿Significa eso que la evolución ha favorecido un cerebro pro-religión porque es un valor positivo? ¿O es más bien el subproducto de un cerebro inteligente? Sacar conclusiones es difícil, e imposible en lo que se refiere a si Dios es o no 'real'. Que la religión tenga sus circuitos neurales significa que Dios es un mero producto del cerebro, dicen unos. No: es que Dios ha preparado mi cerebro para poder comunicarse conmigo, responden otros. Por tanto, "no vamos a buscar pruebas de la existencia o inexistencia de Dios", dice Barrett.
¿Desde cuándo es el hombre religioso? Eudald Carbonell, de la Universidad Rovira i Virgili y co-director de la excavación de Atapuerca, recuerda que "las creencias no fosilizan", pero sí pueden hacerlo los ritos de los enterramientos, por ejemplo. Así, se cree que hace unos 200.000 años Homo heidelbergensis, antepasado de los neandertales y que ya mostraba "atisbos de un cierto concepto tribal", ya habría tratado a sus muertos de forma distinta. De lo que no hay duda es de que desde la aparición de Homo sapiens el fenómeno religioso es un continuo. "La religión forma parte de la cultura de los seres humanos. Es un universal, está en todas las culturas conocidas", afirma Eloy Gómez Pellón, antropólogo de la Universidad de Cantabria y profesor del Instituto de Ciencia de las Religiones de la Universidad Complutense de Madrid.
¿Por qué esto es así? Para Carbonell hay un hecho claro: "La religión, lo mismo que la cultura y la biología, es producto de la selección natural". Lo que significa que la religión -o la capacidad para desarrollarla-, lo mismo que el habla, por ejemplo, sería un carácter que da una ventaja a la especie humana, y por eso ha sido favorecido por la evolución. ¿Qué ventaja? "Eso ya es filosofía pura", responde Carbonell. Está dicho, las creencias no fosilizan.
Así que hagamos filosofía. O expongamos hipótesis: "Un aspecto importante aquí es la sociabilidad", dice Carbonell. "Cuando un homínido aumenta su sociabilidad interacciona de forma distinta con el medio, y empieza a preguntarse por qué es diferente de otros animales, qué pasa después de la muerte... Y no tiene respuestas empíricas. La religión vendría a tapar ese hueco".
Esa visión cuadra con la antropológica. La religión, según Gómez Pellón, da los valores que contribuyen a estructurar una comunidad en torno a principios comunes. Por cierto, ¿y si fueran esos valores, y no la religión en sí, lo que ha sido seleccionado? Curiosamente, señala Gómez Pellón, "los valores básicos coinciden en todas las religiones: solidaridad, templanza, humildad...". Tal vez no sea mensurable el valor biológico de la humildad, pero sí hay muchos modelos que estudian el altruismo y sus posibles ventajas evolutivas en diversas especies, incluida la humana.
También coinciden Carbonell y Gómez Pellón al señalar el papel "calmante" de la religión. "La religión ayuda a controlar la ansiedad de no saber", dice el antropólogo. "Cuanto más se sabe, más se sabe que no se sabe. Y eso genera ansiedad. Además, el ser humano vive poco. ¿Qué pasa después? Esa pregunta está en todas las culturas, y la religión ayuda a convivir con ella, nos da seguridad". Lo constatan quienes tratan a diario con personas próximas a situaciones extremas. "Es verdad que en la aceptación del proceso de morir las creencias pueden ayudar", señala Xavier Gómez-Batiste, cirujano oncólogo y Jefe del Servicio de Cuidados Paliativos del Hospital Universitario de Bellvitge.
Por si fueran pocas ventajas, otros estudios sugieren que las personas religiosas se deprimen menos, tienen más autoestima e incluso "viven más", dice Barrett. "El compromiso religioso favorece el bienestar psicológico, emocional y físico. Hay evidencias de que la religión ayuda a confiar en los demás y a mantener comunidades más duraderas". La religión parece útil. Eso explica que el ser humano "sea naturalmente receptivo ante las creencias y actividades religiosas", prosigue.
Naturalmente receptivos. ¿Significa eso que estamos orgánicamente predispuestos a ser religiosos? ¿Lo está nuestro cerebro? En los últimos años varios grupos han recurrido a técnicas de imagen para estudiar el cerebro en vivo en "actitud religiosa", por así decir. "Son experimentos difíciles de diseñar porque la experiencia religiosa es muy variada", advierte Javier Cudeiro, jefe del grupo de Neurociencia y Control Motor de la Universidad de Coruña. Los resultados no suelen considerarse concluyentes. Pero sí se acepta que hay áreas implicadas en la experiencia religiosa.
En uno de los trabajos se pedía a voluntarios -un grupo de creyentes y otro de no creyentes- que recitaran textos mientras se les sometía a un escáner cerebral. Al recitar un determinado salmo, en los cerebros de creyentes y no creyentes se activaban estructuras distintas. No es sorprendente. "Se da por hecho", explica Cudeiro; lo mismo que hay áreas implicadas en el cálculo o en el habla.
La pregunta es si esas estructuras fueron seleccionadas a lo largo de la evolución expresamente para la religión. Cudeiro no lo cree. "La experiencia religiosa se relaciona con cambios en la estructura del cerebro, y neuroquímicos, que llevan a la aparición de la autoconciencia, el lenguaje... cambios que permiten procesos cognitivos complejos; no son para una función específica". O sea que la religión bien podría ser, como dice Carbonell, un efecto secundario de la inteligencia.
Otros estudios de neuroteología han estudiado el cerebro de monjas mientras evocaban la sensación de unión con Dios, y de monjes meditando. Uno de los autores de estos trabajos, Mario Beauregard, de la Universidad de Montreal, aspira incluso a poder generar en no creyentes la misma sensación mística de los creyentes, a la que se atribuyen tantos efectos beneficiosos: "Si supiéramos cómo alterar
[con fármacos o estimulación eléctrica] estas funciones del cerebro, podríamos ayudar a la gente a alcanzar los estados espirituales usando un dispositivo que estimule el cerebro ", ha declarado Beauregard a la revista Scientific American.
Lo expuesto en este texto sugiere que la cuestión no es tanto por qué existe la religión, sino por qué existe el ateísmo. Con todas las ventajas de la religión, ¿por qué hay gente atea? "El ateísmo actual es un fenómeno nuevo y queremos investigarlo, sí", dice Barrett por teléfono. ¿Tiene que ver con el avance de la ciencia, capaz de dar al menos algunas de esas tan buscadas respuestas? Varios estudios indican que, en efecto, los científicos son menos religiosos que la media. Pero hay excepciones; los matemáticos y los físicos, en especial los que se dedican al estudio del origen del universo -¡precisamente!-, tienden a ser más religiosos. No hay consenso sobre si un mayor grado de educación, o de cociente intelectual, hace ser menos religioso. "El ser religioso o no seguramente depende de muchos factores que aún no conocemos", dice Barrett.

miércoles, 14 de mayo de 2008

De Santander, España: "Se llamaba Soledad", por David R. Vila

El infierno está todo en esta palabra:
"soledad."
Victor Hugo

Llevo dos días tirada en el suelo. Ya me voy acostumbrando al dolor, pero durante muchas horas creí que iba a asfixiarme porque al respirar algo se me clava en el costado. He debido de romperme algún hueso. Sí, eso debe de ser. Me pasó una vez, hace ya muchos años, y trabajé durante tres días con dos costillas rotas. El médico no salía de su asombro el día que, por fin, fui a visitarle -¿Pero cómo eres tan burra, mujer? -Me decía. Y cuando estuve curada, me firmó una semana de más. -De vacaciones,- dijo -esta te la regalo yo-. Pero, claro, eran otros tiempos y yo era aún muy joven. Ahora tengo ochenta y siete años. Y no me puedo levantar.
Me caí el sábado. Al pisar una pequeña alfombra a los pies de la cama. He resbalado cientos de veces con ella. Mi vecina Mari Carmen siempre me decía que debería ponerle debajo no sé que cosa de goma que la pega la suelo. ¡Ay! Si ella aún viviera aquí ya habría venido a ayudarme. Venía cada mañana para preguntarme si necesitaba alguna cosa y me ayudaba a limpiar la casa, y a cocinar, que me da tanta pereza. Pero, desde que se divorció del marido y se fue a vivir con la hija mayor, casi no viene, -para no tener que verle y recordar- me dijo. Y yo la entiendo porque se llevaba unas palizas, la pobre... Yo oía los golpes desde mi cama y la veía las marcas por la mañana, aunque jamás hablábamos de ello. Sólo una vez la dije que debería dejarle. Me miró muy seria y cambió de tema, así que nunca volvimos a referirnos a su problema. Nunca pensé que me fuera a hacer caso, pero me equivoqué, y me alegro por ella. Aunque desde entonces no tengo con quien comentar las telenovelas.
Empiezo a tener hambre. Y sed. El dolor ha sido tan grande que no me dejaba pensar en otra cosa, pero, ahora que parece que se calma un poco, me estoy dando cuenta del vacío que tengo en el estómago. Y eso que yo no soy de mucho comer. Desde que vivo sola, hace ya tantos años, cocino sólo lo justo y me alimento con poca cosa. Además, ¡con los precios que tiene todo! Con la pensión apenas llega para pagar las facturas. Tengo sopa en la cocina, pero, es imposible llegar hasta allí. ¡Si no puedo ni girarme!
Y mi hijo. ¡Ay, mi pobre Andrés! Si él supiera... Hace ya casi un año que no le veo. Desde Navidad. Se fue a trabajar a Alicante, con su mujer y mi nieta, hace ya doce años. Insistió en que fuera con ellos, pero yo no quise ir. No creía que pudiera vivir tan lejos de mi tierra, del Cantábrico frente al balcón de mi casa, del lugar donde había crecido y envejecido, de mi hogar. Además sospechaba que a su mujer no le hacía mucha gracia. Me llamaba los fines de semana al teléfono de la vecina. Yo no tengo teléfono. A él le digo que son manías mías, que no quiero más cacharros en casa, pero es que con lo que me costaría la linea tengo para comer casi una semana. El caso es que desde el divorcio de Mari Carmen, a su marido no le gustaba mucho y yo le pedí a Andrés que no llamara más, que me escribiera cartas. No me ha llegado ninguna aún. Me dijo que me regalaría un teléfono móvil para Reyes ¡Un móvil! ¡Si tardé meses en aprender cómo funcionaba el mando de la televisión y, desde que se me rompió, sólo veo el Canal Uno! Pobre Andrés. Tengo muchas ganas de verle. Suelen venir por navidad.
Me parece oír pasos en la escalera. Sí, pero no hacia aquí. Será el vecino de arriba, por las horas. Qué señor tan raro este. Ni siquiera sé su nombre. Ni creo que lo sepa nadie en el barrio. Dicen que es un escritor, pero yo no lo tengo claro.A mi me da un poco de miedo. ¡Ay! ¡Qué sed, Señor! Espero que alguien venga pronto porque esto empieza a ser insoportable. Me está entrando sueño.
-Sí, sargento. Nos avisó un vecino. Le pareció raro no escuchar la televisión durante tanto tiempo, porque solía estar muy alta, pero no le dio importancia. Fue al percibir un olor nauseabundo que se filtraba por las maderas de su habitación cuando decidió llamarnos.
Es una anciana de unos ochenta años, señor. Según el forense, fallecida hace alrededor de quince días. Estamos tratando de localizar a algún familiar. Al parecer, vivía sola.

David R. Vila, un excelente escritor y amigo, un joven filósofo del cual se puede disfrutar en su blog Estación terminus

jueves, 8 de mayo de 2008

De Valencia, España: "Cae la tarde", por Manuel Pérez Recio

Cae la tarde bajo un vasto manto de feas nubes grises. La noche, agazapada tras las montañas, teje sueños imposibles, desvelos, penumbras... Sin embargo, sobre las oscuras nubes brillan miles de estrellas, desparramadas en un cielo infinito y fértil. Pero ellas no lo saben. Más allá, la luna clarea ufana, anhelante tras las nieblas y vapores que exhala la tierra; sonríe tierna, como una madre, mientras vigila atenta a sus hijos, los mece en su filo y les canta una nana. Ella, tampoco lo sabe. En un pequeño claro de la selva, bajo el maltrecho techado de palma de una cabaña, un niño duerme arropado en su cuna de bambú y hojas de yuca; acunado en sonrisas, tiernas caricias, susurros de amor que le regala el viento... a salvo de la fuerte tormenta que se avecina. Aunque él, ni siquiera puede llegar a imaginarlo. No muy lejos de allí, una mujer corre desesperada entre el tupido follaje. Por su rostro, desfigurado por la angustia, resbalan pequeños ríos de sudor. El cielo amenaza lluvia y teme no llegar a tiempo a su cabaña, que su hijo despierte y no la halle a su lado cuando al fin se quiebren las nubes. Mientras avanza, reza extraños versos a la luna, versos que la luna, muy atenta, recoge de sus labios. Pero ella nunca sabrá por qué. En la orilla de la laguna que abraza la cabaña, disfrazada de bruma, lodo y hojarasca se va labrando lenta y sigilosa la huella de una enorme serpiente esmeralda; avanza furtiva, recogiendo olores perdidos en el aire con su lengua larga y bífida. Sólo ella, la serpiente, lo sabe todo. Sólo ella, ladina, tiene el poder de cambiar lo que está a punto de suceder.

Es sólo una muestra de su fina pluma, él se define como "un escritor en busca del Santo Grial", esperemos que lo encuentre, y creo que será muy pronto. Podrán conocer mucho más de este interesante escritor en su blog

jueves, 1 de mayo de 2008

De Buenos Aires, Argentina: Especiación inversa, por Esther González

  • Cayó de rodillas. El silencio lo rodeó como un muro, y él estaba en el centro de ese círculo pétreo, de rodillas en la hierba. El cuerpo de Daia yacía desmadejado, envuelto en una nube de sedas y gasas manchadas por el verde del pasto y el rojo de la sangre. Desvió la vista, incapaz de aceptar tanto rojo en tanta seda y gasa blancas.

    I. Luna y soledad
    “...y bastante pestilente, la cueva. Amplia, sí, piso firme y sin hoyos, temperatura agradable. Pero hedionda, ¡con tanto salvaje adentro! Más bien las hembras y la cría: los machos casi siempre están afuera, cazando y, a veces, batallando entre ellos. ¡Bah! Les toma más tiempo construir sus míseras armas que el empleado en la caza. Y si las excursiones en búsqueda de comida no los llevan lejos, regresan a la cueva antes que el sol se oculte. Eso es curioso. ¿Sabes? Le tienen miedo a la oscuridad: encienden fuegos, siempre, incluso dentro de la cueva”.
    Impaciente, Daia desactivó el memitox; por más esfuerzos que hiciera por parecer mundana e insustancial en sus mensajes a Lesti, no podía evitar el regresar, una y otra vez, al Proyecto. Mas, ¿de qué otro tema podría hablar? Suspiró... ¡Qué más daba! Se sentía satisfecha. Disponía de una increíble cantidad de datos sobre la especie inteligente predominante, datos ricos en interpretación, traducibles en hipótesis... y ella necesitaba publicar un par de buenos papers, si es que pretendía ingresar a la Academia.
    Había sido muy cuidadosa. Sus observaciones no estaban contaminadas: los salvajes no percibieron su presencia ni la de las sondas de vigilancia. Cuando partiera, continuarían con su vida como si ella nunca hubiera pisado el planeta, exactamente como indica el protocolo de Estudios Xenoantropológicos. Y ella continuaría la suya, enriquecida en conocimiento... ¡en prestigio! Su ambición era... era... como un líquido caliente, que burbujeaba con violencia. Por ella había sacrificado familia, amigos y amantes; se había aislado durante años en otros mundos, lejos de la civilización, observando -sólo observando- la vida a su alrededor. Sin posibilidad de conversar con otro ser humano, mirarse a los ojos, reír con otros, hablar de nimiedades, sólo por el dulce placer de entrelazar voces. Incomunicada. La invadió una furia que le era conocida: el enojo contra sí misma, la inquietud del ¿estaré haciendo lo correcto...? Dudas tontas que nacían de “la ausencia de otras inteligencias interactuantes”, se dijo a sí misma en tono sarcástico, repitiendo uno de los axiomas básicos de la Sicología Interespecies. Pero las incertezas rodaban en su mente y le impedirían conciliar el sueño.
    Miró por el cristal, hacia afuera, a la pradera, al cielo oscuro y brillante. El aire era cálido, dulce. Daia extendió el campo de protección de su nave, barriendo un círculo que llegaba hasta los primeros árboles del bosque. Caminó despacio, descalza, en un mar de luz plateada. Y bailó. Como otras noches anteriores, girando y girando, mientras las leves gasas flotaban a su alrededor, los ojos cerrados, las manos extendidas hacia las estrellas. Ella escuchaba los sonidos del bosque, de la hierba creciendo...creciendo... Escuchaba y bailaba siguiendo músicas que la liberaban de los triunfos que perseguía, del frenesí que la impulsaba de mundo en mundo, de teoría en teoría, de honor en honor. De la soledad.

    II. Nanopieza y cazador
    Clin... clin...!clack! Una nanopieza minúscula e invisible, construida en forma imperfecta por robots perfectos. En otras condiciones, la falla hubiera sido subsanada por los sistemas secundarios de seguridad; pero el campo de protección estaba tensado más allá de los límites para los cuales fue diseñado. Primero fue un punto de dimensiones atómicas, luego un orificio del tamaño de una célula... por último, las rasgaduras se ramificaron en todas direcciones, y el campo simplemente se deshilachó. Daia, durmiendo sueños de gloria académica y cansancios de bailarina frustrada, no supo que tanto ella como su nave quedaban desprotegidas.

    Got había cazado durante tres jornadas, allende el río; los dioses le sonrieron, y volvía cargado con trozos de carne jugosa y pieles oliendo a animal desollado con torpeza. Suculentas piezas de caza, en cantidad suficiente para alimentar a todos durante varios soles y lunas. Buena cosa: eso le daría prestigio en la tribu. Los músculos se le anudaban de cansancio y el sudor le empapaba la piel; pero desconfiaba de la noche y quería llegar cuanto antes a la cueva. Por eso la luna lo encontró caminando a marchas forzadas. Y así, Got ingresó a la zona que debería haberle estado vedada, y vio la nave que nunca debería conocer, y encontró a una mujer vestida con gasas blancas y cabellos tan amarillos como Sol, profundamente dormida.

    III. Cueva y jefe
    Daia despertó a la pesadilla que había rechazado en todos sus años de científico-navegante: el contacto directo con la especie en estudio. Desnuda de armas, encontró que su intelecto de poco le servía frente al instinto de un depredador. La primera violación fue allí, a pasos del bosque y de su nave. Las otras, en la cueva comunitaria, hacia la cual fue empujada mientras pudo caminar, y arrastrada sin misericordia cuando las fuerzas la abandonaron.
    ¿Violación? Los salvajes no entendían de calificaciones tan sutiles. Ella lo sabía, pero ése era un conocimiento que le resultó inútil. Sus estudios, sus premios, sus publicaciones... se revelaron impotentes para ofrecerle una defensa. Como una máscara, su exquisita pátina de civilización se desmoronó hecha trizas, en esos días y noches de espanto. Caía en profundos estados de inconsciencia, llevada por la desesperación, por la necesidad de escapar a los cuerpos sudorosos de los machos, el llanto de los críos, la mirada impiadosa de las hembras. Esa masa hacinada y maloliente, que fue la fuerza que empujó a su mente a la disgregación, paradójicamente también fue la compañía a la que se aferró para no morir de pura desdicha. Daia ahora nunca estaba sola.

    Primero la vigilaban, bloqueando toda posibilidad de huida; luego encontraron una solución más práctica. Le amarraron un tobillo con tiras de cuero crudo y enterraron el otro extremo de las tiras bajo una piedra tan pesada, que se necesitaron tres machos para levantarla. Daia podía ponerse de pie y caminar tres o cuatro pasos: eso era todo. Al principio forzaba sus ataduras al máximo e intentaba alejarse todo lo posible de la piedra. Más tarde fue perdiendo interés; se limitaba a acurrucarse contra la roca, moviéndose sólo para apartarse de sus propios desechos. Sin embargo, los salvajes no eran crueles y a ella no le faltó agua ni comida. Los primeros días, su estómago vomitó trocitos de carne cruda, sin digerir; después se acostumbró. Con el correr de las semanas dejó de percibir el olor hasta de sus propios excrementos; y también dejó de preocuparse por encontrar una forma de huir y regresar a su nave. Lentamente aceptó los piojos, la densa suciedad, el calor agobiante de la cueva, el respirar aire enrarecido de día y de noche.
    Fue olvidando su nave y su gente y su mundo.

    La mujer y la nave le dieron a Got un respeto rayano en la adoración. Nadie nunca había visto una hembra del color de la niebla y vestida de nieblas. Los machos se la disputaban; las otras hembras la escrutaban con desconfianza y odio.
    Pero la nave... ¡ah, la nave! Durante días y días la observaron de lejos, sin atreverse a acercarse. Got fue el primero en aproximarse a ella; el corazón le palpitaba como un tambor redoblante mientras avanzaba, metro tras metro, hasta ingresar bajo la sombra de ese ser fantástico. Una sombra inmensa, poderosa, más oscura que cualquier otra que hubiera visto antes; y Got sintió que un frío de hielo le calaba los huesos. Caminó los últimos pasos sin levantar la cabeza, mirando el suelo. Sus ojos se resistían a observar lo impensable.
    Tuvo valor para tocarla. Ligeramente, apenas la palma de la mano sobre la superficie pulida. Coraje de jefe, se dijeron los otros. Y así Got ganó el lugar del macho-jefe.
    Ningún otro se atrevió a tanto. La nave quedó allí, toda color plata y silencio.
    En su interior, los mecanismos automáticos continuaban ejecutando los programas básicos de mantenimiento. Tarde o temprano ganaría la herrumbre o la falta de energía, y la nave se derrumbaría en polvo y barro. Pero aún faltaban siglos para ello; mientras tanto, se convirtió en un tótem, en un dios. Más aún, en un espíritu de magia y portentos, que acompañó a la tribu cuando el azar los llevó a deambular por otras tierras y a desperdigarse en caminos sin retorno. La nave, el sueño de la nave, apuntando a los cielos.

    IV. La mujer del jefe
    En el tiempo de las primeras heladas, Got la liberó de sus ataduras. Ella ya casi había olvidado cómo caminar: tuvo que arrastrarse, con los músculos temblando por el esfuerzo. Los salvajes se rieron de su patética lucha; se rieron con grandes carcajadas y golpeándose entre ellos, pero sin malicia, que la malicia les era todavía desconocida. Daia, enceguecida por las lágrimas, ya casi demente, sacó fuerzas del mismo pozo donde había abrevado su ambición y consiguió alcanzar la entrada. Allí se derrumbó hecha un ovillo, incapaz de resistir el aire liviano y frío, la luz reverberando sobre la escarcha, la plenitud del paisaje olvidado. Got la alzó con cuidado –inusitado cuidado- y le dio su apoyo para que a su vez ella diera los primeros pasos.

    Durante ese largo invierno, Daia nunca intentó escapar. Su mente había olvidado la nave y quién había sido ella. Sólo le quedaron algunos retazos de su vida pasada: una imperiosa necesidad que la empujaba a bañarse en el arroyo, a despecho de la frialdad de sus aguas y del asombro ajeno; sus ropas de gasa y seda, casi indestructibles, que lavaba todas las semanas; la costumbre de mirar las estrellas noche tras noche, la cara alzada a los cielos, los brazos abiertos, como quien adora a un dios ante su altar.
    A veces danzaba alrededor de las fogatas.
    Got no le impidió a los otros yacer con Daia -¿por qué iba a hacerlo?-, pero todos sabían que la extranjera era su mujer, la mujer del jefe. Él le daba los mejores trozos de carne, y dormía a su lado, entre las pieles obtenidas por él y curtidas por ella. El olvido y la locura no habían afectado la capacidad de aprender de Daia; rápidamente comprendió cuáles eran sus deberes y cómo llevarlos a cabo. La férrea voluntad que la había conducido al prestigio académico, ahora era un pedernal brillante y duro al que se aferraba para sobrevivir. Se convirtió en la mujer del jefe por derecho propio: ejecutaba las tareas mejor que las otras hembras y defendía su espacio con una violencia que todos respetaban. También asimiló el lenguaje de los salvajes. En los primeros días de cautiverio, sus gritos aterrorizados rasparon profundamente su garganta y cuerdas vocales; ahora hablaba con los mismos sonidos guturales, roncos, que sus semejantes. Los entendía y ellos la entendían.
    Pero también la temían, porque ella, la extranjera, nunca enfermaba. Los salvajes ignoraban que su organismo había sido inmunizado contra todo patógeno posible y en forma permanente. Y Daia ya no lo recordaba. Así, mientras otros perdían sus dientes, o se contagiaban de pústulas violáceas, morían entre gangrenas o simplemente quedaban ciegos, la mujer del jefe permanecía incólume a todo mal. Su salud era perfecta.
    Salvo por una cosa. No procreaba. Ninguna hembra era tan requerida por los machos, pero en cada luna la sangre se deslizaba por sus muslos.
    Al fin, dos primaveras después, Daia quedó preñada. Ni ella ni Got sabían quién era el padre; tampoco les importaba. Got se sintió exultante: tendría descendencia con su mujer. Las ropas de gasa y seda, elásticas, se tensaron sobre el vientre cada vez más voluminoso. La mujer del jefe caminaba con paso lento, y aunque seguía bañándose en el arroyo, ya no danzaba para las estrellas. Las otras hembras se mostraron conformes -hasta aliviadas- por esta nueva Daia, a la que ahora podían comprender como una hembra más. La extraña dejó de serlo, y perteneció a la tribu. Daia se sintió satisfecha de ser aceptada, y entonces desaparecieron los perturbadores sueños que a veces la despertaban de noche, empapada en sudor frío; y ya nada le recordaría, nunca más, su otra vida.

    V. Epílogo
    Alelado, Got se arrodilló al lado de su mujer. Tocó suavemente los labios, la cabellera de oro, deslizó la mano por la piel yerta; y por primera vez gimió por un dolor que no era físico. Gimió su lamento hasta que creció en un aullido inarticulado; y levantó el cuerpo, lo arropó con el suyo, lo meció durante largos minutos, sintiendo – sin saberlo- que él y ella estaban en el centro de una esfera de silencios y sombras y soledades que lo acompañarían por el resto de su vida. Sin darse cuenta, murmuró una canción que había aprendido de ella, en los tiempos de su cautiverio, cuando se cantaba a sí misma para defenderse del espanto de estar todavía cuerda; sonidos que no significaban nada para él, pero que su memoria rescató como un puente – el último de los puentes posibles- con Daia, con todas las Daias que conoció y amó, aunque él careciera de palabras para nombrar sentimientos que nunca antes habían requerido ser nombrados, porque nunca antes habían existido en la especie.
    Con una nueva ternura limpió la boca manchada por los restos de sangre y cordón umbilical, y quizás por no resistir la mirada violeta y fija, le cerró los ojos, con torpeza, casi con miedo. Luego depositó a Daia de nuevo en la hierba. Se sacó la piel que lo cubría y con ella improvisó una manta para envolver y transportar a ambos recién nacidos. Los llamó Caín y Abel.


    Esther es una activa participante del foro Prosófagos , en el que ella de manera desinteresada, lleva a cabo una labor de crítica, siempre constructiva, de los cuentos que allí se publican. "Especiación inversa" es una muestra de su prosa impecable. Su blog: Aquí