viernes, 30 de enero de 2009

Una vuelta de tuerca, B. Miosi


No sabía cuánto más habría de esperar antes de decidirse a abandonar el muelle. Con el olor a pescado frito que impregnaba su ropa proveniente de las innumerables fondas, caminó con la cabeza gacha a lo largo del malecón de piedras desgastadas, observando los surcos marcados por el paso continuo por aquellas veredas, donde cada cierto tramo la gente se arremolinaba ante cualquier antro. La música a todo volumen dispersaba canciones viejas, tangos que hablaban de despechos, boleros pregonando traiciones y desamores, que algunas parejas aprovechaban para en un apretado abrazo, fundirse y bailar en la penumbra de las esquinas de cualquier local mal iluminado.

No sabría decir qué lo atrajo de Carmelita. No era una muchacha hermosa, tampoco tenía la coquetería con la que otras reemplazaban su falta de encantos; era más bien callada, apocada, sería la palabra correcta. Atendía las mesas sin corresponder a los bienintencionados que trataban de levantarle el ánimo con algún que otro piropo subido de tono. Ella no se comportaba como las demás. Sus blusas abotonadas hasta el cuello aún en los calurosos veranos, cuando las mujeres dejaban medio pecho al descubierto, hacían la diferencia. Sus faldas largas, sin dejar atisbo alguno a la forma de sus piernas; el cabello recogido tras la nuca, y su callada actitud, era lo que la hacía resaltar como un faro en la oscuridad. La misma oscuridad que reinaba en su vida hasta el día que conoció a Carmelita.

Después de un mes de andar tras ella, de insistir, de rogar, de suplicar; después de un mes en el que se sintió el ser más desgraciado, cuando ya había perdido esperanzas y no le quedó más argumento que decir que la amaba, fue cuando ella se detuvo y lo quedó mirando.
—¿Me amas? —dijo.
—¡Sí! ¡Te amo, y no puedo vivir sin ti!
Ella bajó los ojos, y con aquel hacer suyo que parecía un no hacer, siguió caminando, esta vez despacio, como invitando a seguirla. Todas las noches, a partir de entonces, la acompañaba a su casa, a la espera de que algún día lo dejase entrar. No sucedió. Fueron meses con el mismo ritual, noche tras noche, llegaba a la puerta y recibía un pequeño beso en la mejilla, casi fraterno, casi infantil. Fue una noche de esas cuando Carmelita se detuvo en la puerta y lo miró. Y tal como era ella, dijo:
—Quiero que me ames —y lo invitó a pasar— voy a quitarme el olor a fritura. —Se dio vuelta y entró al baño.

La imaginó desnuda con el agua corriendo por su cuerpo, que nunca había visto, pero que imaginaba en sus noches de delirio. No importaba si tenía cicatrices y por ello su blusa era cerrada, ni tampoco si sus piernas eran tan feas que había que cubrirlas con largas faldas. Carmelita había logrado desatar su pasión, una ansiedad que ninguna otra había despertado. Al dejar de oír el agua de la ducha, su corazón dio un salto. Se sintió como la primera vez que una puta le enseñó a «ser hombre», según dijo.

Carmelita se acercó envuelta en la toalla, tenía el cabello suelto, húmedo, toda ella estaba húmeda, gotas de agua corrían indolentes por sus brazos, él hundió la nariz en su cuello, aspiró su olor a agua y jabón y mientras soltaba la toalla que la cobijaba pudo finalmente contemplarla entera. La luz amarillenta de una bombilla en el techo iluminó la desnudez que mostraba sin tapujos. Tal como era ella, callada, directa, sencilla. Conoció la curva de sus pechos que resultaron llenos, suaves, y sus piernas tersas al tacto y hermosas a la vista. Su mirada se clavó en la suya y pudo leer en ella muchas promesas que Carmelita se encargó de cumplir. Y la hizo suya, o ella lo hizo suyo. A quién importaba. Conoció cada milímetro de su cuerpo, y supo que en sus noches insomnes tenía razón al imaginar todo lo que podría hacer con él. Amó su sexo, amó su sueño, amó sus gemidos y su respirar acompasado, la amó durante todas las noches siguientes como no había amado jamás. Una de esas fue a la fonda a recogerla y no la encontró. La dueña, una vieja desdentada que siempre sonreía, le entregó un sobre. Abrió el mensaje: “Espérame”. Era todo. Tal como era ella. Pocas palabras. O ninguna. Cayó en cuenta que nunca habían conversado.

Esperó. Todas las noches regresaba a la fonda y la vieja desdentada sonreía. Carmelita no aparecía y él caminaba hasta el final del muelle y escuchaba el retumbar de las olas cuyas gotas se mezclaban con sus lágrimas. No entendía a Carmelita. Nunca la había conocido. No sabía qué pensaba ni qué quería de la vida, pero extrañaba su cuerpo, su compañía, sus silencios. Comprendió que las noches caminando a su lado sin palabras antes de que hicieran el amor, habían sido las más felices; la espera, la ansiedad de saber que quizás... sus noches de insomnio, sus deseos reprimidos...

Hasta que decidió que ya no más. No seguiría esperando. Pasó por la fonda y vio a la vieja sin dientes; esta vez no se detuvo. No quería ver más su sonrisa. Una joven delgada con la blusa cerrada hasta el cuello, vestida con una larga falda atendía las mesas. La vieja había conseguido reemplazo. Se acercó curioso y pidió pescado frito. La joven lo miró sin decir nada, y él cada noche insistió en acompañarla, a pesar de que nunca conversaban. Ella asentía y tal como era ella, sin palabras, caminó a su lado.

B. Miosi

sábado, 24 de enero de 2009

Una vez más Alberto Vázquez-Figueroa

Cuando de personajes se trata es inevitable redundar. Me refiero al escritor Alberto Vázquez-Figueroa. Como saben, tengo un enlace a su página web y está entre los primeros de la lista, por lo del orden alfabético. Me fijé en el sugerente título que me hizo recordar a Hemingway y entré a su página. Encontré un artículo: ¿Por quién doblaron las campanas? Supe al ver el vídeo de qué hablaba. Fue un encuentro mágico con el pasado y de veras, me impresionó. Con su gentileza acostumbrada, me envió una foto de hace cincuenta años, y me dio permiso para publicarla. No puedo menos que reproducir su artículo, parece un trozo de una de sus incomparables novelas:

¿POR QUIEN DOBLARON LAS CAMPANAS?

Se presentaron como funcionarios de la Dirección General de Seguridad para comunicarme que sabían que era profesor de buceo y pretendían que reuniera a un grupo de submarinistas dispuestos a rescatar los cadáveres que habían quedado en el fondo del Lago de Sanabria.
La noche del día siguiente partimos y con la primera claridad del alba nos enfrentamos al dantesco paisaje de Ribadelago arrasado por la fuerza de millones de metros cúbicos de agua que se habían llevado por delante doscientas vidas humanas.
De la pequeña iglesia tan solo quedaban en pié el campanario y la figura de un Rey Baltasar cuyo negro rostro parecía mostrar el horror que le producía el hecho de que el resto de las figuritas del pesebre hubieran desaparecido como por arte de magia.
Al poco surgieron de entre las ruinas varios hombres que cargaban sobre parihuelas tres cadáveres seguido por media docena de mujeres que rezaban casi arrastrando a una anciana que suplicaba que la enterraran a ella pero le devolvieran la vida a su nieto.
No hubo tiempo para ver más; los muertos se impacientaban.
Descargamos las botellas de aire comprimido, nos enfundamos en unos primitivos trajes que apenas nos protegían de las gélidas aguas y como jefe de equipo me correspondió el dudoso honor de ser el primero en sumergirme.
Un agua sucia, fangosa, grasienta y maloliente me ascendió por las piernas, la cintura, luego el pecho y al fin el cuello por donde se filtró al interior del traje, y la cabeza pareció querer estallarme en el momento en que comencé a flotar.
Una barcaza metálica con seis militares a bordo me seguía mientras cientos de ojos me observaban desde la orilla.
Avance unos cien metros sentí náuseas y me oriné no a causa del miedo, que era mucho, sino porque de ese modo el agua que se había acumulado entre mi cuerpo y el traje se calentaba lo que me producía un cierto alivio.
Me sumergí rumbo a la nada, el barro en suspensión hizo que a los diez metros todo fuese borroso y al llegar a los veinte el agua era ya tinta china por lo que empuñé el cuchillo y continué con el brazo extendido visto que no tenía ni la menor idea de contra qué podía chocar.
Antes de llegar a los treinta advertí que la hoja penetraba en algo blando; era el barro del fondo, avancé agitando el brazo, me golpeé en el muslo contra lo que parecía una viga y tras analizarla llegue a la conclusión de que se trataba del palo de una carreta.
Continúe mi marcha tropezando con infinidad de objetos irreconocibles hasta que de pronto algo vivo me rozo la mejilla. Quede como paralizado; volvió el contacto, como de uñas muy frías y tan solo entonces comprendí que se trataba de una trucha.
A los quince minutos temblaba, el calor de los orines había desaparecido, un agua que a treinta metros de profundidad estaba a menos de dos grados se introducía bajo el traje a mayor presión, el corazón me latía con tanta fuerza que amenaza con salir flotando por su cuenta y comprendí que estaba a punto de perder el sentido.
Decidí ascender; el cielo estaba triste y gris, con nubes bajas, pero jamás me había parecido tan hermoso.
Allí justo donde las burbujas de aire que había ido expulsando reventaban al llegar a la superficie me aguardaba la barcaza. No podían tocarme porque el dolor hubiera resultado insoportable, por lo que me sujetaron por el cinturón de tal modo que pudiera introducir las agarrotadas manos en un caldero de agua caliente.
Poco a poco comencé a reaccionar y cuando me izaron a bordo me quede inerte, desmadejado y roto, incapaz de pensar en nada que no fuera el hecho de que había conseguido regresar del averno.
Una semana mas tarde comprendí que nos estábamos jugando la vida sin obtener más premio que un brazo, una pierna o incluso una cabeza desprendida del cuerpo y era más el dolor que causábamos a los familiares que el consuelo que podría significar enterrar a sus deudos, por lo que decidí que regresáramos a casa.
He conseguido alejar de mi mente las imágenes de un pueblo arrasado hasta que me llamaron de Televisión Española señalando que pretendían grabar un programa dado que se cumplían cincuenta años de la tragedia y deseaban entrevistarme.
Acepté, pero elegí conducir a solas por lo que ahora era una magnifica autopista que me condujo a un lago tan cuidado y hermoso que poco o nada tenía que ver con el espanto de aquellas tétricas jornadas.
Tuve la extraña sensación de que no era el mismo lugar, ni eran las mismas gentes y ni tan siquiera yo era el mismo.
Cuando, con las cámaras instaladas a orillas del agua, el entrevistador me preguntó que había experimentado en el momento de hacer aflorar a la superficie pedazos de cadáveres putrefactos, los recuerdos que había logrado encerrar bajo llave en un cajón de mi memoria durante medio siglo me asaltaron, y por primera vez en mi vida me quedé sin palabras al tiempo que las lágrimas que había conseguido retener años atrás brotaron sin remedio.
Con un gesto le supliqué al equipo de filmación que aguardara intentando recuperar el habla, y en ese instante, a las tres de la tarde, sin razón aparente ni explicación lógica alguna, llegó muy claro, deslizándose sobre la quieta y plomiza superficie del lago, el sonoro, oscuro y tétrico repicar de una campana llamando a muerto.
Nunca he creído en nada que se refiera al mas allá o a la existencia de otra vida, pero en aquel momento me quedé atónito, sobrecogido por el espanto y con los vellos de punta.
¿Por quien sonaban las campanas?
Tal vez por mí, aunque prefiero imaginar que sonaban porque quienes continúan allá abajo agradecían que medio siglo atrás nueve muchachos hubieran intentado que pudieran descansar en un lugar más tranquilo, cálido y acogedor que unas aguas fangosas.

Alberto Vázquez-Figueroa

miércoles, 21 de enero de 2009

Los alcances de un escritor



Ayer 20 de enero de 2009 Barak Obama tomó posesión de la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, y llegó el momento más esperado por todos los que seguían el suceso: el discurso presidencial de toma de posesión. El más importante de su vida.

Cada presidente norteamericano ha dejado una frase de su discurso
El presidente Lincoln, partidario de la abolición de la esclavitud, finalmente fue el que logró liberar a la población negra de su país. En el discurso de toma de posesión de su segundo gobierno al final de la Guerra Civil, dijo:

Sin maldad hacia nadie y caridad para todos, luchemos para acabar la tarea en la que nos encontramos y curar las heridas de la nación. Su mensaje de unidad adorna hoy el monumento en su honor en Washington.

En varias oportunidades Barak Obama ha afirmado que el discurso dado por John F. Kennedy fue extraordinario:

Pregunta no lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país.

Ronald Reagan, en 1981:

El Gobierno no es la solución a nuestros problemas, el Gobierno es el problema.

¿Cuál podría calificarse como la frase más preponderante, más significativa del discurso de Obama?

Tal vez:

A los que se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño silenciando la disensión, sabed que estáis en el lado equivocado de la historia, pero que os tenderemos la mano si estáis dispuestos a abrir el puño... En clara referencia a los regímenes autoritarios.


Fue la parte que más llamó mi atención, pues vivo en un país donde la disidencia es duramente reprimida por los organismos del estado, y donde los derechos civiles son pisoteados por todas las instancias con la venia del gobierno. Un presidente que desea reelegirse indefinidamente y que más que un gobernante es un agitador.


Pero esta entrada no tendría la debida importancia si no hago referencia a Jon Favreau, joven escritor de veintiocho años, quien es el que escribe los discursos de Barak Obama. El que pronunció ayer en la toma presidencial le tomó a Favreau escribir dos meses. Nos da una idea de la importancia de la palabra escrita, de cómo un pensamiento bien redactado puede tener trascendencia mundial, sobre todo en un país donde los discursos presidenciales poseen rango de género literario. Si bien Obama, reconocido como un buen orador, también es escritor: ha publicado dos libros, ambos autobiografías éxitos de ventas, reconoce que para dirigirse al público no es suficiente saber escribir. Se debe saber decir lo apropiado en el momento oportuno.

¡Bien por el joven escritor Jon Fabreau, que eleva la profesión de escritor a sitiales de verdadera importancia!, y ¡bien por el presidente Barak Obama!, que contra todos los pronósticos logró llegar a la Casa Blanca como el primer presidente afrodescendiente.
Impresionante. Ahora sólo queda esperar para ver si los cambios ofrecidos en su discurso van más allá del poder de la palabra.

sábado, 17 de enero de 2009

Personajes: Néstor Medrano


He querido inaugurar este espacio dedicado a los amigos que por uno u otro motivo son noticia, ya sea por haber publicado, logrado un contrato con alguna agencia literaria, ganado un premio o concurso de novela o de cuentos, porque me parece que no debo pasar por alto el constante esfuerzo y los deseos de superación que requieren llegar a ser un buen escritor.

Hace un tiempo participé en el foro literario del portal Yo Escribo, donde hice buenos amigos, uno de ellos: Néstor Medrano; joven Periodista del centenario diario El Clarín de República Dominicana. Estudió periodismo, publicidad, y derecho en las universidades Apec Dominicana, O y M, y Autónoma de Santo Domingo.

Néstor también es escritor, su novela ¿Dónde está Johnny Lupano? ambientada en la época del dictador Trujillo quedó finalista en el Premio de Novela Yo Escribo; sin embargo, él siempre es un hombre noticia, hace poco, el 18 de diciembre pasado, recibió el Premio Alianza Cibaeña de Poesía por sus poemas Escritos con agua de lluvia, y con sus Cuentos de vapor y sombras, obtuvo una mención de honor.

Publica regularmente en la revista Vetas, una de las más importantes en el área del Caribe. El periódico regional Voz del Noroeste divulgó un cuento suyo: El deseo de Joaquín, y por si fuera poco, hay una editorial internacional interesada en publicar una de sus novelas infantiles.

Para mis nuevos amigos, para los que ya lo eran, y deseen pasar por mi blog, dejo una muestra de su inconfundible estilo:

El Dragón bajo su cuello

Lo había visto antes y su memoria fotográfica pocas veces se equivocaba.
Lo distinguía perfectamente: era el primero de un grupo de diez que descendía por la escalinata del avión de matrícula estadounidense. Desde el monitor del televisor se veía en cámara lenta, con el rostro sin barba, la cabeza rapada, el cuello ancho con el tatuaje de un dragón verde vomitando fuego.
El dragón se distinguía perfectamente por entre la franela blanca que llevaba puesta. Un tipo fuerte, con el cuerpo duro y los músculos ejercitados a puro gimnasio, a puras pesas.
Cuando lo vi por primera vez, lo imaginé empuñando un arma de fuego y peleando como si se tratara de un maldito héroe de película. Los otros que descendían detrás de él, se mostraron tal y como él; indiferentes, ponzoñosos y enajenados.
En ese momento no le preguntó nada; el tipo tenía cara de muy pocos amigos y sus ojos enrojecidos alertaban; es capaz de cualquier cosa. Ni siquiera el golpe que me asestó en la cabeza con la manopla de su puño izquierdo —con el derecho sujetaba la pistola—, me sacó de la fascinación.
El dragón lucía inmenso de cerca, lanzaba un eructo incendiario que amenazaba con quemar su cuello blanco y ancho. Tenía estilo y había que reconocerlo. Olía a perfume recién estrenado, pensó que, tal vez, lo había traído de Nueva York.
Pero fue una interpretación; no podía cometer la imprudencia de preguntarle, primero si su fragancia era perfume o colonia, y segundo, la marca.
Levantó las manos; fue una orden.
—Levanta las manos, maricón, y cuidado con moverte.
No me movería; lo prometió. Creía con firmeza en las promesas de hombres como él: cabeza rapada, rostro de niño hermoso rebelde sin un barro y un cuello con un dragón espectacular que vomitaba fuego; porque a la orden de levanta las manos, maricón, y cuidado con moverte, le siguió un si lo haces te quemo, hijo de la gran puta. Fuck you.
Además, me intrigaba el hecho de que no guardaba las formas; antes se encapuchaban, se cubrían el rostro con alguna máscara para evitar ser identificados, pero éste no, le importaba un carajo que lo contemplaran, le daba un diez y eso sólo podía significar una cosa: el man no dejaría testigos, lo cocinaría a balazos y de ese modo, qué coño de preocupaciones lo atormentarían si se trataba de un maldito asesino.
Recordó la perfección de su perfil: cuando descendía la escalinata del avión, que la cámara lo captó en un primer plano, y éste volteó de un lugar a otro, su rostro quedó congelado y fue cuando descubrí el dragón verde sobre su cuello.
No opuso resistencia porque lo recordó cuando descendía de la aeronave y el tipo exhibía una arrogancia fuera de contexto. Venía preparado para hacer su trabajo y no sólo hacerlo sino hacerlo bien hecho. Como un artista.
Además, creyó que se trataba de una coincidencia; él se había bañado hacía unos minutos, luego de llegar de la compañía de la cual era presidente del consejo directivo; había extraído una cerveza rubia del refrigerador, se acomodó en la cama y lo vio en el noticiero de las nueve.
Me impactó verlo desde el primer momento. Estableció que no era gay para sentir atracción por otro hombre y aquella fascinación era intensa e inexplicable.
Me llamó la atención, simplemente este tipo con esa mirada frenética, esa estatura sobreabundante y, el dragón verde que nacía en su cuello ancho y se perdía en la espalda.
Nunca creyó en las casualidades. Creía que todo obedecía a un plan en la vida.
—Voltéate y no respires—, le había ordenado el sujeto. Amarró sus manos detrás de su espalda y con una brusquedad sin formas lo empujó hacia el interior de un gigantesco Caprice Classic. Se montó después de él. Otro sujeto de pelo negro, brillante y largo —caía libre sobre sus hombros—, conducía el automóvil. Los cristales del vehículo poseían una espesura tal que no era posible la visibilidad hacia el exterior.
Descubrí que la vaina iba en serio. Sabía que la noche se hacía cada vez más oscura y que la carretera se extendía interminable y recta.
—¿Hacia dónde me llevan?
—¡Cállese, coño!
De esta no saldría vivo. Lo sabía porque nadie se había cubierto y no sería difícil identificarlos: sin lugar a dudas se trataba de un secuestro.
—Si respiras te corto la garganta, hijo de puta.
Por primera vez saboreó un tipo de sustancia ferruginosa, de hierro, que alguna vez le dijeron, era a lo que sabía el temor. En el forcejeo, antes de ser sometido y amarrado, logró ver los ojos del dragón: rojos y con unas pupilas dilatadas y negras. Además, creyó que se trataba de una gran coincidencia.
La noche anterior, ¿fue después de verlo descender de la escalinata del avión o de apuntarle con el arma de fuego y darle la bofetada?, había visto una película: un grupo de hombres armados con todo tipo de artefactos, irrumpían en el salón de música de una casa, golpeaban a su propietario y lo secuestraban para pedir cien millones de dólares por el rescate, pero el rehén logró despojar a sus captores de las armas y los mató con ellas. Reía. Su situación era similar, una simple diferencia: él no tenía los cojones para librar una batalla tan desigual.
Desde muy joven había sentido una fascinación especial por las situaciones que implicaban riesgo y peligro, e incluso, muchas veces anheló protagonizar alguna. Pero no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.
Esa noche las cosas cambiaron. Alrededor de las diez u once de la noche, se trasladó desde el séptimo piso hasta el estacionamiento y antes de introducir la llave para abrir la portezuela delantera izquierda del vehículo, escuchó la voz:
—Levanta las manos, maricón y cuidado con moverte.
El tipo era perfecto. Quiso preguntarle las razones que movían a un hombre bien parecido, quizás inteligente, a dedicarse al crimen, pero no se creía con el derecho de hacer esa, ni ninguna otra pregunta. Para ellos el suyo es un trabajo como cualquier otro, así lo piensan y nadie los convence de lo contrario.
Mejor no preguntar, era preferible dejarse llevar por la corriente para no morir quemado antes de tiempo.
No les importaba de quién se trataba, si lo dejaban vivo o si lo cosían a tiros: simplemente hacer el trabajo que alguien más arriba les ordenó que hicieran sin cometer errores fatales.
—¿Qué significa ese dragón? —preguntó con la boca ensangrentada. El tipo no le respondió. Más que eso, buscó entre las cosas que iban en el botiquín del asiento del acompañante y sacó un tubo de cinta adhesiva y sin delicadeza le selló la boca para que no hablara más.
El automóvil se metió por un camino pedregoso, que al parecer descendía hasta un escondite. Lo sacaron a empujones y lo tiraron sobre el piso de tierra de una cabaña de madera. Recordó al grupo armado de la película y las patadas que lanzó el plagiado para matarlos a todos: es una locura, pensó. Allí la sorpresa fue mayor: nueve hombres a quienes recordó descendiendo la escalinata del avión matrícula estadounidense, detrás del tipo del dragón verde que vomitaba fuego sobre su cuello. Eran los mismos. Aparentemente el líder habló. Distribuyó una especie de orden y lo hizo en inglés. En ningún momento dejó de empuñar el arma: ahí estaba el teléfono celular desde donde realizarían la llamada.
—¿Cuánto crees que podemos pedir por ti? —preguntó el tipo con rabia. No quería hacerse juicios, pero percibía un aire de resentimiento personal. ¿Se trataba de un secuestro? En un secuestro no cabían los resentimientos personales.
Entonces vino el cálculo. Por años y como principal ejecutivo de una transnacional fue responsable de miles de despidos, sometimientos por negligencia laboral y aquello sólo formaba parte de una venganza.
Congeló la imagen. El hombre era el primero de un grupo de diez que descendía por la escalinata del avión estadounidense matrícula JQ-P375-02 y se veía con el rostro sin barba, la cabeza rapada y el cuello ancho con el tatuaje de un dragón verde que vomitaba fuego.
Y esa mirada tan atrayente que lo conmovía por su fiereza, lo sacaba de quicio por el pestañeo impaciente y el perfil perfectamente delineado.
Sintió dolor cuando el tipo del dragón en el cuello le despojó la boca de la cinta adhesiva.
—¿Cuánto crees que podemos pedir por ti?
—¿Qué significa ese dragón?
La mano llegó contundente y abierta hacia su rostro. Una, dos, tres bofetadas.
—¿Cuánto crees que podemos pedir por ti?
—Dime, ¿qué significa ese dragón?
Y el tipo de cuello ancho con el dragón verde sobre su cuello se inclinó y lo penetró con su mirada.
—¿Quieres saber el significado del dragón?- casi le escupió. El individuo se quitó el poloshirt que llevaba puesto: su espalda, su pecho, sus brazos, estaban repletos de dragones verdes tatuados.
No lo creí. La gran explanada de su espalda tenía la cara enorme, el hocico enorme de un dragón y cientos de dragones más pequeños que lanzaban llamaradas amarillas, llamaradas rojas y el nombre de Antonia, grabado con tinta china encarnada.
Antonia: debía amarla para haber permitido que escribieran su nombre en espacios de su cuerpo. Lo miró a los ojos:
—El dragón es el animal mitológico que vuela y lanza fuego. Eso soy yo, un dragón.
—¿Un dragón?
Me trajo un recorte de periódico y leí:

El número de deportados, luego de permanecer encarcelados en prisiones estadounidenses, ascendió a once mil en lo que va de año.
La mayoría de éstos pagó condenas en cárceles de máxima seguridad con cargos por asesinatos y distribución ilícita de narcóticos.
Informes policiales han puntualizado que estas deportaciones masivas han contribuido enormemente con el auge de la delincuencia y el incremento de las ejecuciones vinculadas al narcotráfico.


—Debo ser el número once mil de esos repatriados.
El hombre, asustado, no entendía el motivo de las confidencias; era un secuestrado y esos novatos intimaban con él. ¿Querían crear un Síndrome de Estocolmo? Los ojos del dragón lo escrutaban desde la raíz hasta el cálamo. Qué le respondería sobre cuánto pedir por su rescate. Uno de los hombres acercó una silla, el tipo del dragón la ocupó, le colocó la pistola en la frente.
—En la vida, los hombres cometen muchos errores, ¿no cree señor millonario?
La pregunta seguía un rumbo poco transitado. Él era un hombre de negocios y podía salir vivo de aquella encrucijada.
—No pidan rescate —intervino—, yo mismo puedo ir contigo y darte treinta millones de euros...
—¿Vale tan poco tu vida?
—Bien, serán cincuenta...
—Maneja las cifras, millonario...
—¿Quién es Antonia?
El secuestrado cambió la expresión de calma-tensión a tempestad-incertidumbre. ¿Estaban negociando? ¿Por qué se detuvo a preguntar un simple nombre?
El dragón sobre su cuello parecía cobrar vida en sus hombros mojados de sudor. El fondo de las pupilas de la bestia infundía un terror renovado.
—¿Viviste en Nueva York? —Lo sorprendió con la pregunta. Recordó sus años en la ciudad de los rascacielos; un piso de lujo en la Quinta Avenida, vida de champagne, limosinas y mujeres exquisitas, mientras sus negocios florecían. Visitaba los museos, se prolongaba en las galerías de arte, y también en los tugurios ensombrecidos de la ciudad. Sí, vivió una vida sin desperdicios en la gran urbe.
—Sí —respondió—, viví en Nueva York.
Nueva York y Frank Sinatra; Nueva York y los clubes nocturnos, las rubias y morenas que se lanzaban tras de sí; la bohemia perfecta: ¿cómo olvidar esas noches desenfrenadas, el humo, el calor?
—¿No recuerdas a Antonia?
El secuestrador, con la cabeza brillante como una bola de billar blanca, encendió un cigarrillo, la pistola sobre la cabeza del rehén.
—¿Antonia?
—Sí, Antonia.
Hice memoria. Llevaba la palabra Antonia acerada sobre su piel. Nueva York, Antonia. Antonia, Nueva York.
—¡Mierda!
—Esa expresión, mierda, es porque descubriste en tu recuerdo olvidado que la dejaste embarazada, enloquecida por la droga, ¿la hiciste adicta para no responsabilizarte? Ella murió.
—¿Y tú?
El tipo del dragón se levantó de la silla. No estaba furioso, volvió a apuntarle con el arma de fuego:
—Te dejó este mensaje conmigo, papá.
Los cuatro impactos de bala, dos en la cabeza y dos en el pecho lo mataron de inmediato.

Cuento publicado en la revista Vetas.
http://lapizazulmedrano.blogspot.com/

viernes, 9 de enero de 2009

Entrevista a Arlette Geneve, por Blanca Miosi


Cada año más de quinientos manuscritos son presentados al Premio Planeta, uno de los más cotizados en el ámbito literario, tanto por su valor en metálico, como por el empuje que pueda dar a la carrera del escritor que resulte ganador. Este año quedó entre los diez finalistas, María Martínez (Arlette Geneve), con su novela El carcelero de Isbiliya. Indagué con curiosidad en la red y descubrí, con sorpresa, que se trata de una escritora que tiene tres novelas publicadas. La primera, Las espinas del amor, es una de las más solicitadas en la Biblioteca Provincial de Alicante, al lado de Un día de Cólera de Arturo Pérez Reverte y El código da Vinci de Dan Brown. Muchos motivos para que se despertara mi interés en conocerla, y aquí traigo una entrevista que estoy segura, será de interés para quienes están empezando a escribir. Me dirijo entonces a la ciudad de Elche, en Alicante, España.

Arlette me hace pasar al amplio salón de su casa, desde donde se puede apreciar una terraza repleta de flores. Al observar mi atención, me dirige gentilmente hacía allá, donde puedo aspirar de cerca el intenso aroma del romero, y admirar la piscina de aguas azul profundo que se destaca en el jardín.
—En un ambiente como este debe ser fácil hacer volar la imaginación —comento.
—Sí, me gusta estar rodeada de belleza, no tengo un lugar especial para escribir, suelo ir con mi portátil de un lado a otro de la casa, dependiendo de las escenas o del estado de ánimo en que me encuentre al escribir —responde ella, sonriendo.

Pasamos al salón y nos sentamos en unos sillones muy cómodos; enfrente, la chimenea encendida procura un acogedor ambiente.

—Cuéntame el camino que seguiste hasta la publicación de tu primera novela, Las espinas del amor.
—Soy una mente inquieta. Ya de niña escribía cuentos y relatos cortitos que regalaba en las ocasiones especiales a familiares y amigos. Después, en la adolescencia, le di salida a los sentimientos extremos con la poesía, que es un género que me apasiona, aunque muchos lo consideren minoritario. Y, a medida que maduraba como escritora, comencé a escribir manuscritos más largos. Quería escribir una historia en Inglaterra donde la protagonista principal, Aurora, fuese española, ¿por qué digo algo así? Porque es una necesidad para mí magnificar las excelentes cualidades que siempre nos han caracterizado como, el valor, la lealtad y el humor. En mis novelas trato de reflejar otros muchos sentimientos que, desgraciadamente, están infravalorados en nuestra sociedad actual: el amor por la familia, el interés por los amigos y el honor patriótico definido, pero respetuoso. He querido dejar constancia de este sentimiento porque algunos escritores/as, cuando mencionan a los españoles en sus novelas, lo hacen de una forma ingrata. Parcial. He tratado de contrarrestar un poco ese sentimiento anglosajón de superioridad. Rendirle un pequeño tributo a nuestra integridad y forma de ser tan especial, marcada por este sol cálido que nos moldea y afina hasta el resultado final, un español orgulloso de sus raíces y dispuesto a comerse el mundo… tema aparte es que nos lo permitan.

—Veo que es una especie de escritura reivindicativa, y creo que no sólo ocurre con los escritores españoles, sucedía también, pero al revés, con la escritura latinoamericana. Me refiero a que estaba supeditada a temas estrictamente regionalistas, en los que se hablaba de penurias, pobreza, esclavitud, pero me parece que esa visión está cambiando. Y ese primer manuscrito, ¿lo presentaste tú misma a una editorial o lo hiciste a través de un agente literario?
—Desconocía por completo cómo funcionaba el mundo editorial, pero, una amiga me animó a presentar el manuscrito a una editorial. Elegí tres al azar sin saber qué género admitían, y dos de ellas me respondieron de forma afirmativa para sorpresa mía. Finalmente elegí Via Magna porque querían publicar el manuscrito completo, algo que yo exigía. Hay que tener en cuenta, que Las espinas del amor tiene casi seiscientas páginas.

—¿Por qué escogiste un tema histórico?
—Porque me gusta escribir sobre una época que no he vivido. Me atrae el reto de meterme en la piel del protagonista, resulta adictivo. Tienes que pensar igual que en el siglo XVIII por ponerte un ejemplo, utilizar el vocabulario de esa época, vestirte con trajes que pesaban diez kilos y ser capaz de moverte sin caerte…es todo un reto.

—Ya lo creo, ¡trajes de diez kilos! ¿Cómo recopilas la información?
—Tengo dos enciclopedias en mi casa, hago uso de ellas, y por supuesto, Internet.

—¿Cuánto escribes diariamente?
—Depende de la inspiración. Hay días que escribo diez páginas, otros simplemente corrijo o busco información que necesito para una escena determinada, porque escribir por escribir no sirve.

—Tengo entendido que has publicado dos veces con la editorial Vía Magna, ¿te sientes cómoda con ellos?
—Absolutamente, mi editor, Gabriel, me da libertad para ser yo misma y para escribir lo que me gusta.

—Háblame de tu segunda novela.
Waterfallcastle es una novela ambientada en el año 1195, trata sobre un Highlander que tiene que venir desde Escocia a Castilla para proteger a la hija de su rey, Guillermo McAtholl, ya que el príncipe Juan Plantagenet desea a la castellana muerta. Es una novela que contiene intrigas de poder. Secretos, traiciones y, por supuesto, una historia de amor.

—Suena muy interesante. Dicen que la primera novela suele ser la mejor, la segunda, es la prueba de fuego, tú ya pasaste esas pruebas y te has superado en la cuarta, El carcelero de Isbiliya, una novela que tiene como escenario Andalucía, igual que la primera, Las espinas del amor. Para haber llegado a ser finalista en el Premio Planeta, supongo que es una novela excelente, desde todo punto de vista. ¿Tienes ayuda en la corrección o edición de tus novelas?
—Cuando un manuscrito mío va a ser publicado, la propia editorial es quien se encarga de corregirlo. En mi caso particular, han sido Vía Magna y Vestales, la editorial argentina con la que he publicado la tercera novela, La última Cita. Para el Carcelero de Isbiliya, no he tenido más ayuda que la del corrector de word.

—No pretendo que cuentes toda la trama de la novela, pero explícame de qué se trata.
—La novela da comienzo con la pérdida de la fortaleza de Alarcos, que era la frontera más avanzada del reino de Castilla. En la historia he tratado de reflejar los sentimientos encontrados entre los cristianos y los musulmanes cuando luchaban por retener una tierra que creían que les pertenecía. El avance almohade casi hasta las murallas de Toledo. La división entre los diferentes reinos cristianos. Odios. Venganzas. Expiaciones…

—¿Has recibido ofertas para su publicación?
—Sí.

—¿Qué diferencia existe entre la Arlette Geneve de antes del concurso, y la de ahora?
—Antes era una mente inquieta, ahora, soy mucho más inquieta.

No puedo evitar reír ante su ocurrencia, Arlette es una mujer espontánea.

—Y a propósito, el nombre que utilizas en tus novelas es un seudónimo, muy sugerente, por cierto, ¿cuál fue el motivo fundamental por el que no usaste María Martínez?
—Arlette Geneve es el nombre de mi hija, a la que adoro. Es un enorme privilegio poder usarlo como escritora. Me siento muy orgullosa de lo que representa.

—¿Cuánto tiempo tardas en escribir una novela? ¿Y cuánto en su repaso?
—Depende del género. La novela histórica suele llevarme más tiempo que la novela contemporánea porque tengo que documentarme y buscar información. Con el Carcelero de Isbiliya he tardado un año.

—He tenido oportunidad de saborear tu literatura, una de un estilo abrasador, inconforme, y que sabe exactamente qué palabras colocar para despertar sentimientos, te leo un fragmento que traje de tu cuento Guarismo del uno, apasionante, casi depredador, diría yo:

¡Estoy enamorada! Bailo en las emociones juveniles que creía olvidadas y llenas de polvo para siempre. Mi estómago ruge impaciente y las alas de mariposa me siguen acariciando el cielo de la boca ante la espera de verlo otra vez. Tan impaciente, tan lujurioso, tan lleno de vida que me desconcierta, la duda, sospecha, temor, indecisión, desconfianza me ciegan, me anulan y sólo atino a alzar mis hombros en inquieto interrogante de ¡qué me importa!
Me da vergüenza mirarlo, sonreírle, dejar que acaricie mis pechos caídos de desidia amorosa. La mujer que hay en mí necesita el aliento que me inspira el olor de su pelo, su barba sin rasurar, los labios finos y ardientes a mis demandas. Tiene veinticinco años de magnífica potencia y me hace sentir como una asalta cunas pero, qué bonito cuando pasea su culo desnudo ante mis requerimientos lascivos maduros y tormentosos. Atrás se quedan las baldosas húmedas de sudor frío y beato. Nada puede evitar que lo mire cuando duerme en el lado caliente que dejó mi marido sin remordimiento. Sopla mis años rancios y píos que me han acompañado en el largo camino pedregoso e hiriente a los deseos más elementales.
Maneja la llave de grifa con absoluta maestría, en clara muestra de cómo maneja mis ansias escondidas en un arcón de miedos y complejos ya secos. La vida ha recomenzado para mí, como las golondrinas que regresan cuando el invierno deshiela las hojas verdes de la esperanza como un campo sembrado de ilusiones y planes.
Hoy me siento renacida, resurgida en la más completa certidumbre de que, todos los penes, no son defectuosos.

—Me costó trabajo escogerlo, pues el texto íntegro expele la misma fuerza y belleza. Me produjo la sensación de leer a Simone de Beauvoir, o a Oriana Fallaci, ambas escritoras recalcitrantes, poseedoras de estilos magistrales, no quiero decir con esto que no tengas tu propio estilo, que es indudable que lo tienes, es la manera como sabes llegar al lector.
—Ese relato en concreto lo escribí invadida por un sentido extremo de ira. Me dejaba acariciar por las palabras, les permitía aflorar a voluntad por mi piel para expresarse a su antojo, libres. Poderosas. Me sentí carne de la protagonista. Bebí sus lágrimas. Abracé su inconformismo y rabié su impotencia ante las injusticias que la golpeaban por el hecho de ser una mujer.

—Sí, fuerza es lo que se respira al leer el texto, ¿Qué piensas que debería hacer un escritor novel para llegar a publicar?
—¡¡¡No rendirse nunca!!! Tocar puertas aunque estén cerradas hoy, porque es posible que se abran mañana —afirma con vehemencia.

¿Qué consejos podrías dar a los escritores de Prosófagos, o El Recreo, algunos de ellos también muy buenos, pero que no han tenido la suerte de ser publicados?
—Voy a darles el consejo que no me dieron a mí. (Esta frase de película me encanta)
Confía siempre en tu instinto. Busca un sello editorial donde pueda encajar tu novela. Usa una carta de presentación corta pero efectiva y, si aún así, no consigues que te la publiquen, entonces, preséntala a concursos no importa que sean pequeños, medianos. Muévela, haz ruido, que te oigan.

—¿En estos momentos tienes alguna nueva novela en ciernes? ¿Cuál es tu siguiente proyecto? —El año próximo saldrán dos novelas más publicadas. Una con Vía Magna, que será histórica, y otra con Vestales, contemporánea.

—¿No es contraproducente publicar más de una novela a la vez? Me refiero al mercadeo, a la parte estrictamente práctica.
—Vestales es una editorial argentina, Vía Magna, española. Creo de todo corazón que no es contraproducente publicar dos novelas al año porque son completamente diferentes. Trato de llegar a todas las personas posibles. Tengo lectoras que me escriben hablándome de la Última cita, contándome sus opiniones, si hubiese sido histórica no la hubiesen leído, curioso ¿verdad? Y con las Espinas, igual. Son lectores que nunca hubiesen leído contemporánea. Por ese motivo creo que es imprescindible para un autor que sea capaz de moverse en todos los géneros y épocas.

—¿Se pueden conseguir tus novelas de la Editorial Vestales en España?
—Afortunadamente, Vestales trae los libros a España. Se pueden conseguir en las grandes superficies como el Corte Inglés, Casa del Libro, Heartmaker.

—María, o ¿Arlette? Ha sido un verdadero placer conversar contigo, te agradezco que me hayas abierto las puertas de tu preciosa casa. ¿Quisieras decir algunas palabras a las personas que a partir de esta entrevista te conocerán mejor, y posiblemente sean tus futuros lectores?
—Que me escriban y me cuenten qué les parecen mis historias. Que me ayuden con sus opiniones objetivas sobre los aspectos en los que puedo mejorar y crecer como escritora. Que nunca olviden que escribo para ellos y por ellos.

Arlette me acompaña a la salida, mientras escucho el trinar de dos pájaros que parecen despedirse de mí. Una gata birmana pasea por el teclado del piano y luego se acuesta sobre él, mirándome, atrevida. Nos reímos de su descaro, y luego de un beso cariñoso, mi mano ya acostumbrada al gesto de retirada me regresa a la pantalla.

Para saber más de Arlette Geneve o para comunicarse con ella:

http://arlettegeneve.es/
E-mail: arlettegeneve@hotmail.com

viernes, 2 de enero de 2009

PISO DOCE, Por Blanca Miosi

Se subió el cuello del abrigo para cobijarse del viento que azotaba Manhattan mientras caminaba hacia algún hotel. Por segunda vez se había retrasado el vuelo, sus intentos de conseguir cupo en otra aerolínea habían resultado vanos. Pensó en Aurora, la imaginaba preocupada esperando verlo aparecer en cualquier momento. Maldijo el móvil una vez más, sólo se oía: «Su llamada será desviada al buzón, cuando escuche el tono deje su mensaje». El sonido impersonal de la voz seguía grabado en su cerebro desde su último intento.

«Habrá que aguardar a que el clima mejore, se espera una fuerte nevada, muchos vuelos se han retrasado». Dijeron en el aeropuerto, como si fuese consuelo que otros cientos estuviesen en la misma situación. Pasaría la Nochevieja del 2009 en Nueva York. Ya lo había decidido, pero los hoteles estaban repletos.

La ciudad hervía de gente, las vidrieras, las luces que adornaban los edificios, las de los adornos navideños, todo semejaba uno de esos sueños fantásticos, donde todo era posible. Un taxi se detuvo a su lado. Un taxi. Un milagro. Sin pensarlo más abrió la portezuela y se zambulló en el coche.
—¿Adónde lo llevo, jefe?
—A un hotel.
El chofer lo miró a través del retrovisor.
—¿Para dormir?
—Por supuesto, ¿para qué, si no? —dijo, sintiéndose ridículo apenas cerró la boca.
—Hay muchos lugares de diversión esta noche, puedo llevarlo a...
—Estoy cansado, consiga un hotel donde pueda dormir, por favor —interrumpió.
—...un hotel en el Barrio Chino. Por aquí no encontraremos nada libre.
—Vayamos al Barrio Chino entonces.
—¿No es de aquí, eh?
—Debo regresar a Hammond, pero los vuelos están cancelados.
—¿Hammond?
—Indiana.
—Ah.
A través de la ventanilla del coche vio que estaban en la avenida Bowery. El conductor dobló en una de las esquinas y detuvo el coche frente a un edificio gris de seis pisos. Arriba de una puerta de vidrio en letras que en un tiempo fueron doradas, rezaba: Hotel de la Suerte. Pagó lo que marcaba el taxímetro y dejó el cambio. Bajó y fue directamente al hotel. A través de la puerta de vidrio todo se veía de una coloración rojiza, tonalidad que se acentuó al entrar, pues provenía de los faroles chinos rojos que colgaban del techo. Detrás del mostrador una mujer de rasgos asiáticos inclinó ligeramente la cabeza y le regaló una leve sonrisa.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Una habitación, por favor.
—¿Por cuánto tiempo?
—Aún no lo sé. Tal vez dos días.
La mujer china tomó sus datos, y le entregó una tarjeta.
—Piso doce, habitación 1210.
—¿Piso doce? Creo que no existe el piso doce.
Ella sólo lo miró y le señaló el ascensor con un gesto de las cejas. Estaba demasiado cansado para discutir. Prefirió quedarse callado y entró al elevador. Se fijó que el tablero marcaba hasta el número doce. Marcó su piso y esperó a que la luz intermitente se apagara al llegar. El ascensor se detuvo con un largo quejido. Se escuchó otro sonido lastimero al deslizarse la puerta hacia un lado y un largo pasillo desnudo se ofreció ante su vista. Al final, una puerta. Su habitación, supuso. En efecto era la 1210. Deslizó la tarjeta por la ranura y la mujer del mostrador le dio la bienvenida. Llevaba puesto un traje de seda color carne, pegado como una segunda piel. Se le acercó y recibió su pequeña valija, colocándola a un lado, luego le ayudó a quitarse el abrigo, y prosiguió con toda su ropa, con movimientos delicados, tan sutiles que parecía no tocarlo. Una vez que estuvo desnudo lo llevó a la cama y fue cuando él se dio cuenta que el vestido de seda no existía. Era su piel, tan suave al tacto que sus dedos parecían deslizarse, creyó que soñaba pero sabía que estaba despierto; experimentaba un placer desconocido: el que la bella asiática le proporcionaba sin permitirle un momento de descanso, hasta dejarlo exhausto como si hubiese corrido el Maratón de Nueva York.

Cuando abrió los ojos se encontró solo en la cama. Tenía el pijama puesto, al parecer había dormido tanto que ya el pálido sol del invierno se colaba por las rendijas que dejaban a los lados las cortinas rojas. Sobre la mesa de noche, su reloj de pulsera marcaba las tres de la tarde, pero el indicador de la fecha parecía haberse dañado. Abrió las cortinas y la luz entró eliminando cualquier rezago fantasmagórico que quedara en el cuarto y sobre todo, en su mente. Parecía que el clima permitiría que su vuelo pudiese partir. Se dio una ducha rápida y bajó a la recepción. Un hombre de rasgos asiáticos lo atendió y le dio una mirada cómplice cuando recibió la tarjeta. Salió y tomó un taxi de la fila que esperaba en la puerta del hotel.
—¿Al aeropuerto?
—Sí, a Newark, por favor.
—¿Qué tal recibió el año?
—Bien, gracias. —Recordó en ese instante que así había sido, en efecto. Pero ya no estaba seguro. Miró la hora: tres y treinta. Se dio un golpe en la frente, debió llamar a Aurora desde el hotel. Su celular estaba descargado—. Debo hacer una llamada, ¿podría detenerse en algún teléfono público?
—Puede usar mi móvil —ofreció el conductor.
—Muchas gracias, es que debo hablar con mi esposa —explicó, sin saber por qué.
El chofer sonrió con picardía, al tiempo que le alcanzaba el móvil.
—Creo que debía modificar la fecha. Dice 2010.
—Es el primer día de enero del año 2010 —aclaró el chofer.
—¿Aurora?, mi amor, llegaré esta noche, creo que esta vez...
Un seco golpe al otro lado de la línea le indicó que había cortado. Miró al chofer.
—Repítame lo que dijo, por favor.
—Es el primer día de enero del año 2010 —repitió pacientemente el conductor, mientras giraba hacia la avenida Canal.

B. Miosi