El día siguiente ha sido siempre el que en los momentos más oscuros es lo único que he tenido a mi alcance como una tabla de salvación. Sabía que volvería a amanecer y tal vez, solo tal vez vería las cosas de manera diferente. Nunca fui de las niñas que jugaban con muñecas, no porque no me gustasen, simplemente porque no las tenía. La única muñeca que me compró mamá cuando ya tenía cinco años fue una de tamaño bastante grande, casi como yo a esa edad. Todavía no sé cómo la conseguiría, tal vez con la ayuda de papá. Me causó impresión tocar su piel, se hundía con suavidad. Intenté investigar de qué estaba hecha y le hice un pequeño agujero. Por dentro tenía una especie de goma espuma de color marrón oscuro en forma de gusanitos recortados que empezaron a salir y deperdigarse por todas partes. Me dediqué entonces a investigar sus cabellos rubios y noté que cada diminuto mechón estaba incrustado uno al lado del otro y al verlos unidos formaban la cabellera rubia que parecía verdadera. Saqué uno de los mechones y quedó un agujero diminuto, redondo. Saqué otro y otro y otro más hasta dejarla completamente calva. El resultado me dio tanta risa que mi madre acudió a ver que sucedía. Yo no paraba de reír a carcajadas y es que en realidad la muñeca se veía muy graciosa. Obviamente en esa época no existían las leyes en defensa de los menores, y me cayó una paliza, pero no dejaba de reír, la verdad, no recuerdo qué me ocasionó tanta gracia, lo único que sé es que nunca más volví a tener una muñeca. "¡Cómo pudiste hacer eso, Blanca, es una muñeca alemana", y como para mí eso no tenía el menor significado, no me importó de dónde venía la bendita muñeca. Poco después mis padres se divorciaron y fui a vivir con mamá y todo fue más austero.
Pero los niños nos acomodamos a todo. Y fue así como tuve la oportunidad de vivir en muchos lugares diferentes, tías, abuelas, tíos, madrinas, amigas de mi madre, y muy de vez en cuando pasaba algunas temporadas con mi padre. Cada casa para mí era una aventura, y aprendía a comportarme de acuerdo a las circunstancias. Si intuía que en alguna casa extraña debía de ayudar en la cocina lo hacía sin que me dijeran nada. Si en otra lo importante era observar buenos modales a la mesa copiaba exactamente todo lo que los demás hacían.
Para mí fue una época fascinante. No extrañaba a mi madre porque simplemente no tenía tiempo de hacerlo. La adaptación requiere concentración y toda mi atención estaba dedicada a conocer, experimentar, y saber cómo tratar a los miembros de la nueva casa a donde iría a vivir. Fue así como estudié la primaria en cinco colegios y la secundaria en siete porque me cambiaban a medio año. Los dos últimos años fueron los únicos que seguí en el mismo centro de estudios, para entonces ya mi madre se había vuelto a casar.

Mis vacaciones transcurrían en las bibliotecas públicas, pues nunca hubo dinero para ir de viaje o hacer algo mejor. De manera que dediqué mi vida a la lectura sin más aspiraciones que a cumplir lo que me proponía y a hacerlo bien.
Hoy 6 de enero para mi es un día que precedió al 5 de enero. No tiene otro significado más que el del día siguiente. Nunca creí en Santa Claus, ni en los Reyes Magos. La Navidad, si alguna vez tuvo cierto significado, era el día en que mi madre nos regalaba a mi hermano y a mí algunos obsequios modestos que yo misma había ayudado a elegir, siempre dentro de nuestras posibilidades. Por eso cuando veo el mundo y tantos y tantos y tantos saludos de Navidad, buenos deseos y todo ese tipo de cosas, y tantos niños esperando a un gordo vestido de rojo que se supone les dejará regalos, pienso que esos niños son más inteligentes que yo. Solo se dejan engañar para que sus padres piensen que deben esforzarse por regalarles a través de ese gordo de rojo o involucrar al Niño Jesús que no sé si alguna vez tuvo que ver algo en ese embrollo, de encontrar el regalo más caro, o más deseado, o más inútil para ellos.
¡Hasta la próxima, amigos!