domingo, 6 de enero de 2019

El mejor regalo que recibí en mi vida.

Empiezo el año 2019 con el mismo ímpetu con el que terminé el 2018.  Siempre he pensado que pasar de un año otro no hace diferencia, solo marca una fecha, y no le doy más importancia que eso. El día siguiente.
El día siguiente ha sido siempre el que en los momentos más oscuros es lo único que he tenido a mi alcance como una tabla de salvación. Sabía que volvería a amanecer y tal vez, solo tal vez vería las cosas de manera diferente. Nunca fui de las niñas que jugaban con muñecas, no porque no me gustasen, simplemente porque no las tenía. La única muñeca que me compró mamá cuando ya tenía cinco años fue una de tamaño bastante grande, casi como yo a esa edad. Todavía no sé cómo la conseguiría, tal vez con la ayuda de papá. Me causó impresión tocar su piel, se hundía con suavidad. Intenté investigar de qué estaba hecha y le hice un pequeño agujero. Por dentro tenía una especie de goma espuma de color marrón oscuro en forma de gusanitos recortados que empezaron a salir y deperdigarse por todas partes. Me dediqué entonces a investigar sus cabellos rubios y noté que cada diminuto mechón estaba incrustado uno al lado del otro y al verlos unidos formaban la cabellera rubia que parecía verdadera. Saqué uno de los mechones y quedó un agujero diminuto, redondo. Saqué otro y otro y otro más hasta dejarla completamente calva. El resultado me dio tanta risa que mi madre acudió a ver que sucedía. Yo no paraba de reír a carcajadas y es que en realidad la muñeca se veía muy graciosa. Obviamente en esa época no existían las leyes en defensa de los menores, y me cayó una paliza, pero no dejaba de reír, la verdad, no recuerdo qué me ocasionó tanta gracia, lo único que sé es que nunca más volví a tener una muñeca. "¡Cómo pudiste hacer eso, Blanca, es una muñeca alemana", y como para mí eso no tenía el menor significado, no me importó de dónde venía la bendita muñeca. Poco después mis padres se divorciaron y fui a vivir con mamá y todo fue más austero.
Pero los niños nos acomodamos a todo. Y fue así como tuve la oportunidad de vivir en muchos lugares diferentes, tías, abuelas, tíos, madrinas, amigas de mi madre, y muy de vez en cuando pasaba algunas temporadas con mi padre. Cada casa para mí era una aventura, y aprendía a comportarme de acuerdo a las circunstancias. Si intuía que en alguna casa extraña debía de ayudar en la cocina lo hacía sin que me dijeran nada. Si en otra lo importante era observar buenos modales a la mesa copiaba exactamente todo lo que los demás hacían.
Para mí fue una época fascinante. No extrañaba a mi madre porque simplemente no tenía tiempo de hacerlo. La adaptación requiere concentración y toda mi atención estaba dedicada a conocer, experimentar, y saber cómo tratar a los miembros de la nueva casa a donde iría a vivir. Fue así como estudié la primaria en cinco colegios y la secundaria en siete porque me cambiaban a medio año. Los dos últimos años fueron los únicos que seguí en el mismo centro de estudios, para entonces ya mi madre se había vuelto a casar.
Pero antes de eso, a medida que pasaban los años y conocía a otras niñas de mi edad en la escuela me asombraba que ellas jugaran con peluches, muñecas o figuras estáticas. Y a esa edad, siete años, ya dibujaba tomando en cuenta la perspectiva. Jamás hice casas en las que las ventanas, las puertas, la parte de atrás y la de adelante estuvieran todas dibujadas de forma plana.Y aún ahora en pleno siglo XXI no deja de asombrarme el hecho de que todavía existan niñas de diez hablando como si tuvieran seis y se comporten como criaturas desamparadas sin la ayuda de sus madres y coleccionen figuras de animalitos que para mí son solo muñecos inmóviles sin ninguna función. Yo aprendí a sobrevivir a partir de los siete años. Aprendí a defenderme de los depredadores sin que nadie me hubiera aleccionado, y sabía de quién debía cuidarme y a quién entregarle mi confianza. No me entretenía con juguetes normales, prefería leer. Y tuve la suerte de descubrir en una de las enormes casas donde mi madre en ocasiones me dejaba, la existencia de lugares llamados bibliotecas. Fue uno de los hitos en mi vida. A partir de ese día no pude separarme de los libros. Nunca leí libros para niños como Blanca Nieves o La Cenicienta (aunque  lo hice de grande por curiosidad), la sencilla razón era que nadie me formó literariamente hablando. Pensaba que los libros se guardaban en cajones de cartón como lo hacía mi padre en su casa cuando iba a visitarlo. Hallé en esos cajones los libros de Salgari, Alejandro Dumas, Julio Verne; a los nueve años leía toda clase de libros, incluyendo los de cowboys. Y cuando descubrí la biblioteca en esas enormes casas  mi universo se expandió. Fue entonces cuando encontré a Ouspenki, Herman Hesse, Freud, Adler, Jung, y aunque a mis once años no comprendía mucho de lo que leía, se abrió un mundo diferente ante mis ojos. Supe que había gente que escribía de diferentes temas y que los libros eran los que movían el mundo. Y cuando mi madre se casó descubrí a los grandes músicos: Vivaldi, Beethoven, Chopin, Shostakóvich, Telemann... y empecé a leer "Historias de Belcebú a su nieto" de Gurdjieff, y entonces supe que existía un cuarto camino. Pero ni por ese ni otros motivos pensé que algún día sería escritora. Sencillamente para mí eran personajes inalcanzables, genios que estaban más allá de mi comprensión en cuanto a cómo podían escribir tantas y tantas páginas de ideas, de aventuras, de teorías o de mundos que jamás podría conocer. Para mí eran unos sabios.
Mis vacaciones transcurrían en las bibliotecas públicas, pues nunca hubo dinero para ir de viaje o hacer algo mejor. De manera que dediqué mi vida a la lectura sin más aspiraciones que a cumplir lo que me proponía y a hacerlo bien.
Hoy 6 de enero para mi es un día que precedió al 5 de enero. No tiene otro significado más que el del día siguiente. Nunca creí en Santa Claus, ni en los Reyes Magos. La Navidad, si alguna vez tuvo cierto significado, era el día en que mi madre nos regalaba a mi hermano y a mí algunos obsequios modestos que yo misma había ayudado a elegir, siempre dentro de nuestras posibilidades. Por eso cuando veo el mundo y tantos y tantos y tantos saludos de Navidad, buenos deseos y todo ese tipo de cosas, y tantos niños esperando a  un gordo vestido de rojo que se supone les dejará regalos, pienso que esos niños son más inteligentes que yo. Solo se dejan engañar para que sus padres piensen que deben esforzarse por regalarles a través de ese gordo de rojo o involucrar al Niño Jesús que no sé si alguna vez tuvo que ver algo en ese embrollo, de encontrar el regalo más caro, o más deseado, o más inútil para ellos.
Así y todo no cambiaría mi infancia por ninguna otra. Fue el mejor regalo que me dejó mi madre.
¡Hasta la próxima, amigos!