Últimamente estuve bastante atareada en la revisión de mi
última novela. Hoy más que nunca pongo mucho cuidado en esa última parte del
proceso de escritura; aprendí que releer y corregir es una tarea tan importante
como la creación, y para no dejar mi blog abandonado más tiempo aprovecharé la
idea que me ronda en estos momentos:
Pasaron ya unos veinte años desde que escribí mi primera
novela y puedo decir que he ido aprendiendo a fuerza de ensayo y error. Tal vez
no sea la mejor y más rápida manera de hacerlo pero me sirvió para que cada
lección aprendida quedase grabada en mi mente para no volver a cometer los
mismos errores.
Hoy puedo decir que el proceso de escritura no es tan fácil
como creí al comienzo, no se trata de narrar un evento o una historia que está
en mi imaginación y ya. Debo hacerlo apropiadamente. ¿Y qué significa esto?
Significa utilizar palabras correctas que no lleven a ambigüedades, evitar la
prosa rebuscada y los sinónimos imposibles solo por no repetir una palabra en
un mismo párrafo —en ocasiones una
palabra repetida es necesaria e imposible de
sustituir— porque ello no significa pobreza de vocabulario sino fuerza en las
convicciones, y antes que nada, honestidad para con el lector.
Cuando digo ser honesta me refiero también a no ocultarle
quién es el asesino (cuando exista alguno) o no reservarse los secretos. El
arte del suspense no consiste en mantener engañado al lector sino en que
participe en la trama mientras los personajes actúan. El lector sabe quién hizo
qué, lo que no sabe es el final. Para mí es importante, porque de otra manera
sería muy fácil terminar una novela sacando un conejo de una chistera, como
eliminar al malo, al asesino, al embaucador o a cualquier personaje que resulte
difícil para proceder a un final fácil. La intriga y el suspense es lo que me
atrae de una novela y pienso que a mis lectores les sucede lo mismo.
Ser escritor no solo es saberse al dedillo las reglas gramaticales,
ortográficas y conocer el idioma. Es mucho más. Es tener una idea en la mente y
llevarla de manera entretenida hasta el final. Cuando alguien me dice que
empieza a escribir sin saber en qué terminará la novela creo que es un escritor
que escribe a la deriva, y no digo que durante el trayecto hacia el final no se
le ocurran sucesos que enriquezcan la obra, pero creo que si uno tiene claro el
final, la novela tendrá una estructura más consistente porque la historia
tendrá una dirección desde el comienzo.
Algo que aprendí también es que el uso correcto de los
signos de puntuación como la importantísima coma (,) es vital para que un texto
se comprenda. El buen uso del punto, el punto y coma, los puntos suspensivos y
los signos de admiración son imprescindibles. Un texto plagado de puntos
suspensivos, por ejemplo, nos dará la sensación de que el autor jamás está
seguro de lo que expone. Y si es en los diálogos, los personajes parecerán
balbuceantes. Yo pienso mucho antes de utilizarlos. Los signos de admiración
dobles nunca me han agradado; mucho menos los que van combinados: (¡¿), ¿qué
objeto tienen? Basta un solo signo para crear una exclamación o una pregunta, y
el texto se verá más limpio.

En mis novelas evito los coloquialismos y me desagradan las
palabras soeces por más que se diga que imprimen realismo. He comprobado que no
son necesarias. Es una manera fácil de tratar de “conectar” con el lector. El
lector suele ser inteligente y no necesita soportar un libro lleno de
vulgaridades. ¿Que soy una mujer chapada a la antigua? De ninguna manera, las
palabras altisonantes han existido desde siempre en la literatura, así que no
sería ese el motivo, la respuesta es más simple: si los personajes están bien
delineados no necesito recurrir a groserías para acentuar sus caracteres.
Puedo
decir en un momento dado: “fulano soltó la imprecación que más habría odiado su
madre”, por poner un ejemplo, solo se trata de un poco más de trabajo, no de
tomar el camino fácil. Obviamente, si el momento lo requiere no evito colar un “¡mierda!”
alguna vez, pero no verán en mis libros una retahíla de adjetivos
similares o adjetivos regionalistas para dirigirse a alguien como: “pimpollo”, “pijo”, “pituco”, “chavo”
o jerga como “mogollón”, “friki”, “guay”, “acojonante”, “al toque”, y tantas
otras a menos que sean de manera puntual y que el personaje lo requiera de
manera ineludible.
Bueno, tal vez sea una escritora algo inusual, pero es mi
estilo y es como mis lectores me conocen. No descarto que haya quienes gusten
de leer novelas con abundantes coloquialismos, y está bien, solo me refiero a
cómo ha sido mi proceso de aprendizaje y no puedo quejarme de los resultados.
Creo que es todo lo que tengo que decir por hoy, veremos qué
se me ocurre para la próxima entrada.
¡Hasta la próxima, amigos!