
Ahora comprendo todo. Antes no lo entendía. Cuando la abuela gritaba diciendo que era igual a mi madre y yo captaba las miradas furtivas de mi padre. Cuando él prefería evitarme. Cuando mi hermana decía que sentía vergüenza de estar a mi lado en la escuela. Y todo porque me gustaban los chocolates. ¿Qué podía hacer si en casa jamás me los daban? Y yo sabía que a mi hermana sí.
La última vez que el hombre me llevó en su coche con la promesa de obsequiarme un chocolate, mi hermana me vio. Y empezaron los problemas. El hombre no apareció más y yo me quedé sin chocolates. “¿Qué hacías con el hombre?” Me preguntaban, en lugar de tratarme como a Ema, mi hermana, la bonita de la casa. Porque he de reconocer que yo era lo opuesto a ella: Ema, la de la cara de ángel, la del cabello dorado, la delicada Ema. Siempre había que ayudarla, desde limpiar sus zapatos hasta hacer sus tareas. Y siempre mi padre tenía una mirada tierna para ella. Yo, la del cabello negro y los ojos huraños, la de la boca grande y cuerpo flaco como una percha debía arreglármelas para obtener un poco de cariño. ¿Qué hacía con aquel hombre? Recibía cariño. Eso era lo que hacía. Él me acariciaba, besaba mi rostro, mi boca, y me sentaba en sus rodillas. Y yo me abrazaba a él. Sentía que le importaba aunque sea por pocos momentos, y, además, me daba un chocolate, de esos envueltos en papel platina y celofán. El último día me obsequió uno con un hermoso lazo rojo. Pero eso no lo entendería mi abuela, ni mi hermana. Menos mi padre que yo sentía que cada día me odiaba más.
En la secundaria no cambiaron mucho las cosas. Mi hermana seguía siendo la mimada, y yo, la relegada. Y mientras ella con ese aire de niña buena siempre conseguía una pareja para salir, yo debía apelar a mi astucia para que los chicos me quisieran. Chicos... nunca me faltaban, pero no comprendía por qué ninguno quería ser mi novio. Aunque debo reconocer que algunos me compraban unos chocolates muy ricos, casi tan deliciosos como los del hombre aquél que guardaba en mi memoria. Yo ponía en práctica todo lo que había aprendido con él. Las chicas me odiaban y los chicos me buscaban pero luego me dejaban. A pesar de mis esfuerzos por complacerlos, a pesar de que aceptaba sus peticiones, a pesar de todo, nunca un chico me tomó en serio. Parecía que después de haberme dicho que yo era única y que morían por mí, tenían vergüenza de caminar a mi lado. Todo era a escondidas, como si fuese demasiado malo estar conmigo.
“Eres igualita a tu madre”, seguía repitiendo la abuela. No sabía entonces cómo había sido mamá. Nunca la conocí. La abuela era una mujer fuerte, vieja, pero resistente. El delicado era mi padre. Un día al regresar de la escuela mi vida cambió para siempre. Encontré a mi padre en cama, estaba agonizando, creo que de un infarto o algo así. Nunca lo supe porque nadie se tomó la molestia de informarme. Mi abuela dijo que debía empezar a buscar trabajo porque hacía falta el dinero y aunque yo deseaba seguir estudiando fue mi hermana la que terminó la secundaria. Y yo, al igual que lo había hecho mi madre, según decían, empecé a trabajar de mesonera en una cafetería. Todo mi sueldo lo entregaba a la abuela, que cada vez era más arisca conmigo, y mi hermana cada día más exigente. Decidí entonces cambiar las cosas. No soportaría más vejaciones, y un día cuando la abuela dormía la siesta, tomé el cuchillo grande, el que tenía más filo y con el que cortaba la carne y le rebané el cuello. Fue bastante más sencillo de lo que había pensado. La sangre salió disparada a borbotones manchándome la ropa, la cara, el cuello y mis manos. Ella murió durmiendo. Una muerte tranquila, hermosa, como si estuviese soñando. Cuando llegó Ema me encontró sentada en la cama a su lado, comiendo los chocolates que guardaba bajo llave. Por fin pude probar los que le daban a Ema. Siempre supe que mi hermana era demasiado avara, al verme comiendo los chocolates lanzó un alarido que parecía una sirena de ambulancia, y siguió gritando a pesar de que le dije que callara. Salió corriendo y se encerró en nuestro dormitorio sin dejar de gritar, aquello me puso muy nerviosa, pero no podía hacer nada, así que me armé de paciencia y esperé a que se cansara mientras terminaba de comer la barra de chocolate. Esa noche no pude dormir esperando a que Ema abriese el cuarto pues dormíamos juntas. Pero siempre fue muy egoísta y una vez más solo pensaba en ella. Aguardé la madrugada y fui por el jardín esperando encontrar la forma de abrir la ventana. Estaba cerrada, pero logré abrirla utilizando con sigilo el cuchillo. Una vez dentro, me acerqué a su cama. Ella despertó, pero después quedó quieta, con los ojos abiertos y una expresión de estupor grabada para siempre en su hermoso rostro. Aquel día había sido muy pesado. Me invadió el cansancio y me eché a dormir con ropa y todo pensando en los chocolates que me esperaban en el cuarto de la abuela.
Ahora entiendo cuando mi abuela me gritaba diciendo que era igual a mi madre. Comprendo las miradas furtivas de mi padre. Es porque a ella también le gustaban los chocolates. Ahora lo sé con certeza.
B. Miosi
La última vez que el hombre me llevó en su coche con la promesa de obsequiarme un chocolate, mi hermana me vio. Y empezaron los problemas. El hombre no apareció más y yo me quedé sin chocolates. “¿Qué hacías con el hombre?” Me preguntaban, en lugar de tratarme como a Ema, mi hermana, la bonita de la casa. Porque he de reconocer que yo era lo opuesto a ella: Ema, la de la cara de ángel, la del cabello dorado, la delicada Ema. Siempre había que ayudarla, desde limpiar sus zapatos hasta hacer sus tareas. Y siempre mi padre tenía una mirada tierna para ella. Yo, la del cabello negro y los ojos huraños, la de la boca grande y cuerpo flaco como una percha debía arreglármelas para obtener un poco de cariño. ¿Qué hacía con aquel hombre? Recibía cariño. Eso era lo que hacía. Él me acariciaba, besaba mi rostro, mi boca, y me sentaba en sus rodillas. Y yo me abrazaba a él. Sentía que le importaba aunque sea por pocos momentos, y, además, me daba un chocolate, de esos envueltos en papel platina y celofán. El último día me obsequió uno con un hermoso lazo rojo. Pero eso no lo entendería mi abuela, ni mi hermana. Menos mi padre que yo sentía que cada día me odiaba más.
En la secundaria no cambiaron mucho las cosas. Mi hermana seguía siendo la mimada, y yo, la relegada. Y mientras ella con ese aire de niña buena siempre conseguía una pareja para salir, yo debía apelar a mi astucia para que los chicos me quisieran. Chicos... nunca me faltaban, pero no comprendía por qué ninguno quería ser mi novio. Aunque debo reconocer que algunos me compraban unos chocolates muy ricos, casi tan deliciosos como los del hombre aquél que guardaba en mi memoria. Yo ponía en práctica todo lo que había aprendido con él. Las chicas me odiaban y los chicos me buscaban pero luego me dejaban. A pesar de mis esfuerzos por complacerlos, a pesar de que aceptaba sus peticiones, a pesar de todo, nunca un chico me tomó en serio. Parecía que después de haberme dicho que yo era única y que morían por mí, tenían vergüenza de caminar a mi lado. Todo era a escondidas, como si fuese demasiado malo estar conmigo.
“Eres igualita a tu madre”, seguía repitiendo la abuela. No sabía entonces cómo había sido mamá. Nunca la conocí. La abuela era una mujer fuerte, vieja, pero resistente. El delicado era mi padre. Un día al regresar de la escuela mi vida cambió para siempre. Encontré a mi padre en cama, estaba agonizando, creo que de un infarto o algo así. Nunca lo supe porque nadie se tomó la molestia de informarme. Mi abuela dijo que debía empezar a buscar trabajo porque hacía falta el dinero y aunque yo deseaba seguir estudiando fue mi hermana la que terminó la secundaria. Y yo, al igual que lo había hecho mi madre, según decían, empecé a trabajar de mesonera en una cafetería. Todo mi sueldo lo entregaba a la abuela, que cada vez era más arisca conmigo, y mi hermana cada día más exigente. Decidí entonces cambiar las cosas. No soportaría más vejaciones, y un día cuando la abuela dormía la siesta, tomé el cuchillo grande, el que tenía más filo y con el que cortaba la carne y le rebané el cuello. Fue bastante más sencillo de lo que había pensado. La sangre salió disparada a borbotones manchándome la ropa, la cara, el cuello y mis manos. Ella murió durmiendo. Una muerte tranquila, hermosa, como si estuviese soñando. Cuando llegó Ema me encontró sentada en la cama a su lado, comiendo los chocolates que guardaba bajo llave. Por fin pude probar los que le daban a Ema. Siempre supe que mi hermana era demasiado avara, al verme comiendo los chocolates lanzó un alarido que parecía una sirena de ambulancia, y siguió gritando a pesar de que le dije que callara. Salió corriendo y se encerró en nuestro dormitorio sin dejar de gritar, aquello me puso muy nerviosa, pero no podía hacer nada, así que me armé de paciencia y esperé a que se cansara mientras terminaba de comer la barra de chocolate. Esa noche no pude dormir esperando a que Ema abriese el cuarto pues dormíamos juntas. Pero siempre fue muy egoísta y una vez más solo pensaba en ella. Aguardé la madrugada y fui por el jardín esperando encontrar la forma de abrir la ventana. Estaba cerrada, pero logré abrirla utilizando con sigilo el cuchillo. Una vez dentro, me acerqué a su cama. Ella despertó, pero después quedó quieta, con los ojos abiertos y una expresión de estupor grabada para siempre en su hermoso rostro. Aquel día había sido muy pesado. Me invadió el cansancio y me eché a dormir con ropa y todo pensando en los chocolates que me esperaban en el cuarto de la abuela.
Ahora entiendo cuando mi abuela me gritaba diciendo que era igual a mi madre. Comprendo las miradas furtivas de mi padre. Es porque a ella también le gustaban los chocolates. Ahora lo sé con certeza.
B. Miosi