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De Buenos Aires, Argentina: Especiación inversa, por Esther González
Cayó de rodillas. El silencio lo rodeó como un muro, y él estaba en el centro de ese círculo pétreo, de rodillas en la hierba. El cuerpo de Daia yacía desmadejado, envuelto en una nube de sedas y gasas manchadas por el verde del pasto y el rojo de la sangre. Desvió la vista, incapaz de aceptar tanto rojo en tanta seda y gasa blancas.
I. Luna y soledad
“...y bastante pestilente, la cueva. Amplia, sí, piso firme y sin hoyos, temperatura agradable. Pero hedionda, ¡con tanto salvaje adentro! Más bien las hembras y la cría: los machos casi siempre están afuera, cazando y, a veces, batallando entre ellos. ¡Bah! Les toma más tiempo construir sus míseras armas que el empleado en la caza. Y si las excursiones en búsqueda de comida no los llevan lejos, regresan a la cueva antes que el sol se oculte. Eso es curioso. ¿Sabes? Le tienen miedo a la oscuridad: encienden fuegos, siempre, incluso dentro de la cueva”.
Impaciente, Daia desactivó el memitox; por más esfuerzos que hiciera por parecer mundana e insustancial en sus mensajes a Lesti, no podía evitar el regresar, una y otra vez, al Proyecto. Mas, ¿de qué otro tema podría hablar? Suspiró... ¡Qué más daba! Se sentía satisfecha. Disponía de una increíble cantidad de datos sobre la especie inteligente predominante, datos ricos en interpretación, traducibles en hipótesis... y ella necesitaba publicar un par de buenos papers, si es que pretendía ingresar a la Academia.
Había sido muy cuidadosa. Sus observaciones no estaban contaminadas: los salvajes no percibieron su presencia ni la de las sondas de vigilancia. Cuando partiera, continuarían con su vida como si ella nunca hubiera pisado el planeta, exactamente como indica el protocolo de Estudios Xenoantropológicos. Y ella continuaría la suya, enriquecida en conocimiento... ¡en prestigio! Su ambición era... era... como un líquido caliente, que burbujeaba con violencia. Por ella había sacrificado familia, amigos y amantes; se había aislado durante años en otros mundos, lejos de la civilización, observando -sólo observando- la vida a su alrededor. Sin posibilidad de conversar con otro ser humano, mirarse a los ojos, reír con otros, hablar de nimiedades, sólo por el dulce placer de entrelazar voces. Incomunicada. La invadió una furia que le era conocida: el enojo contra sí misma, la inquietud del ¿estaré haciendo lo correcto...? Dudas tontas que nacían de “la ausencia de otras inteligencias interactuantes”, se dijo a sí misma en tono sarcástico, repitiendo uno de los axiomas básicos de la Sicología Interespecies. Pero las incertezas rodaban en su mente y le impedirían conciliar el sueño.
Miró por el cristal, hacia afuera, a la pradera, al cielo oscuro y brillante. El aire era cálido, dulce. Daia extendió el campo de protección de su nave, barriendo un círculo que llegaba hasta los primeros árboles del bosque. Caminó despacio, descalza, en un mar de luz plateada. Y bailó. Como otras noches anteriores, girando y girando, mientras las leves gasas flotaban a su alrededor, los ojos cerrados, las manos extendidas hacia las estrellas. Ella escuchaba los sonidos del bosque, de la hierba creciendo...creciendo... Escuchaba y bailaba siguiendo músicas que la liberaban de los triunfos que perseguía, del frenesí que la impulsaba de mundo en mundo, de teoría en teoría, de honor en honor. De la soledad.
II. Nanopieza y cazador
Clin... clin...!clack! Una nanopieza minúscula e invisible, construida en forma imperfecta por robots perfectos. En otras condiciones, la falla hubiera sido subsanada por los sistemas secundarios de seguridad; pero el campo de protección estaba tensado más allá de los límites para los cuales fue diseñado. Primero fue un punto de dimensiones atómicas, luego un orificio del tamaño de una célula... por último, las rasgaduras se ramificaron en todas direcciones, y el campo simplemente se deshilachó. Daia, durmiendo sueños de gloria académica y cansancios de bailarina frustrada, no supo que tanto ella como su nave quedaban desprotegidas.
Got había cazado durante tres jornadas, allende el río; los dioses le sonrieron, y volvía cargado con trozos de carne jugosa y pieles oliendo a animal desollado con torpeza. Suculentas piezas de caza, en cantidad suficiente para alimentar a todos durante varios soles y lunas. Buena cosa: eso le daría prestigio en la tribu. Los músculos se le anudaban de cansancio y el sudor le empapaba la piel; pero desconfiaba de la noche y quería llegar cuanto antes a la cueva. Por eso la luna lo encontró caminando a marchas forzadas. Y así, Got ingresó a la zona que debería haberle estado vedada, y vio la nave que nunca debería conocer, y encontró a una mujer vestida con gasas blancas y cabellos tan amarillos como Sol, profundamente dormida.
III. Cueva y jefe
Daia despertó a la pesadilla que había rechazado en todos sus años de científico-navegante: el contacto directo con la especie en estudio. Desnuda de armas, encontró que su intelecto de poco le servía frente al instinto de un depredador. La primera violación fue allí, a pasos del bosque y de su nave. Las otras, en la cueva comunitaria, hacia la cual fue empujada mientras pudo caminar, y arrastrada sin misericordia cuando las fuerzas la abandonaron.
¿Violación? Los salvajes no entendían de calificaciones tan sutiles. Ella lo sabía, pero ése era un conocimiento que le resultó inútil. Sus estudios, sus premios, sus publicaciones... se revelaron impotentes para ofrecerle una defensa. Como una máscara, su exquisita pátina de civilización se desmoronó hecha trizas, en esos días y noches de espanto. Caía en profundos estados de inconsciencia, llevada por la desesperación, por la necesidad de escapar a los cuerpos sudorosos de los machos, el llanto de los críos, la mirada impiadosa de las hembras. Esa masa hacinada y maloliente, que fue la fuerza que empujó a su mente a la disgregación, paradójicamente también fue la compañía a la que se aferró para no morir de pura desdicha. Daia ahora nunca estaba sola.
Primero la vigilaban, bloqueando toda posibilidad de huida; luego encontraron una solución más práctica. Le amarraron un tobillo con tiras de cuero crudo y enterraron el otro extremo de las tiras bajo una piedra tan pesada, que se necesitaron tres machos para levantarla. Daia podía ponerse de pie y caminar tres o cuatro pasos: eso era todo. Al principio forzaba sus ataduras al máximo e intentaba alejarse todo lo posible de la piedra. Más tarde fue perdiendo interés; se limitaba a acurrucarse contra la roca, moviéndose sólo para apartarse de sus propios desechos. Sin embargo, los salvajes no eran crueles y a ella no le faltó agua ni comida. Los primeros días, su estómago vomitó trocitos de carne cruda, sin digerir; después se acostumbró. Con el correr de las semanas dejó de percibir el olor hasta de sus propios excrementos; y también dejó de preocuparse por encontrar una forma de huir y regresar a su nave. Lentamente aceptó los piojos, la densa suciedad, el calor agobiante de la cueva, el respirar aire enrarecido de día y de noche.
Fue olvidando su nave y su gente y su mundo.
La mujer y la nave le dieron a Got un respeto rayano en la adoración. Nadie nunca había visto una hembra del color de la niebla y vestida de nieblas. Los machos se la disputaban; las otras hembras la escrutaban con desconfianza y odio.
Pero la nave... ¡ah, la nave! Durante días y días la observaron de lejos, sin atreverse a acercarse. Got fue el primero en aproximarse a ella; el corazón le palpitaba como un tambor redoblante mientras avanzaba, metro tras metro, hasta ingresar bajo la sombra de ese ser fantástico. Una sombra inmensa, poderosa, más oscura que cualquier otra que hubiera visto antes; y Got sintió que un frío de hielo le calaba los huesos. Caminó los últimos pasos sin levantar la cabeza, mirando el suelo. Sus ojos se resistían a observar lo impensable.
Tuvo valor para tocarla. Ligeramente, apenas la palma de la mano sobre la superficie pulida. Coraje de jefe, se dijeron los otros. Y así Got ganó el lugar del macho-jefe.
Ningún otro se atrevió a tanto. La nave quedó allí, toda color plata y silencio.
En su interior, los mecanismos automáticos continuaban ejecutando los programas básicos de mantenimiento. Tarde o temprano ganaría la herrumbre o la falta de energía, y la nave se derrumbaría en polvo y barro. Pero aún faltaban siglos para ello; mientras tanto, se convirtió en un tótem, en un dios. Más aún, en un espíritu de magia y portentos, que acompañó a la tribu cuando el azar los llevó a deambular por otras tierras y a desperdigarse en caminos sin retorno. La nave, el sueño de la nave, apuntando a los cielos.
IV. La mujer del jefe
En el tiempo de las primeras heladas, Got la liberó de sus ataduras. Ella ya casi había olvidado cómo caminar: tuvo que arrastrarse, con los músculos temblando por el esfuerzo. Los salvajes se rieron de su patética lucha; se rieron con grandes carcajadas y golpeándose entre ellos, pero sin malicia, que la malicia les era todavía desconocida. Daia, enceguecida por las lágrimas, ya casi demente, sacó fuerzas del mismo pozo donde había abrevado su ambición y consiguió alcanzar la entrada. Allí se derrumbó hecha un ovillo, incapaz de resistir el aire liviano y frío, la luz reverberando sobre la escarcha, la plenitud del paisaje olvidado. Got la alzó con cuidado –inusitado cuidado- y le dio su apoyo para que a su vez ella diera los primeros pasos.
Durante ese largo invierno, Daia nunca intentó escapar. Su mente había olvidado la nave y quién había sido ella. Sólo le quedaron algunos retazos de su vida pasada: una imperiosa necesidad que la empujaba a bañarse en el arroyo, a despecho de la frialdad de sus aguas y del asombro ajeno; sus ropas de gasa y seda, casi indestructibles, que lavaba todas las semanas; la costumbre de mirar las estrellas noche tras noche, la cara alzada a los cielos, los brazos abiertos, como quien adora a un dios ante su altar.
A veces danzaba alrededor de las fogatas.
Got no le impidió a los otros yacer con Daia -¿por qué iba a hacerlo?-, pero todos sabían que la extranjera era su mujer, la mujer del jefe. Él le daba los mejores trozos de carne, y dormía a su lado, entre las pieles obtenidas por él y curtidas por ella. El olvido y la locura no habían afectado la capacidad de aprender de Daia; rápidamente comprendió cuáles eran sus deberes y cómo llevarlos a cabo. La férrea voluntad que la había conducido al prestigio académico, ahora era un pedernal brillante y duro al que se aferraba para sobrevivir. Se convirtió en la mujer del jefe por derecho propio: ejecutaba las tareas mejor que las otras hembras y defendía su espacio con una violencia que todos respetaban. También asimiló el lenguaje de los salvajes. En los primeros días de cautiverio, sus gritos aterrorizados rasparon profundamente su garganta y cuerdas vocales; ahora hablaba con los mismos sonidos guturales, roncos, que sus semejantes. Los entendía y ellos la entendían.
Pero también la temían, porque ella, la extranjera, nunca enfermaba. Los salvajes ignoraban que su organismo había sido inmunizado contra todo patógeno posible y en forma permanente. Y Daia ya no lo recordaba. Así, mientras otros perdían sus dientes, o se contagiaban de pústulas violáceas, morían entre gangrenas o simplemente quedaban ciegos, la mujer del jefe permanecía incólume a todo mal. Su salud era perfecta.
Salvo por una cosa. No procreaba. Ninguna hembra era tan requerida por los machos, pero en cada luna la sangre se deslizaba por sus muslos.
Al fin, dos primaveras después, Daia quedó preñada. Ni ella ni Got sabían quién era el padre; tampoco les importaba. Got se sintió exultante: tendría descendencia con su mujer. Las ropas de gasa y seda, elásticas, se tensaron sobre el vientre cada vez más voluminoso. La mujer del jefe caminaba con paso lento, y aunque seguía bañándose en el arroyo, ya no danzaba para las estrellas. Las otras hembras se mostraron conformes -hasta aliviadas- por esta nueva Daia, a la que ahora podían comprender como una hembra más. La extraña dejó de serlo, y perteneció a la tribu. Daia se sintió satisfecha de ser aceptada, y entonces desaparecieron los perturbadores sueños que a veces la despertaban de noche, empapada en sudor frío; y ya nada le recordaría, nunca más, su otra vida.
V. Epílogo
Alelado, Got se arrodilló al lado de su mujer. Tocó suavemente los labios, la cabellera de oro, deslizó la mano por la piel yerta; y por primera vez gimió por un dolor que no era físico. Gimió su lamento hasta que creció en un aullido inarticulado; y levantó el cuerpo, lo arropó con el suyo, lo meció durante largos minutos, sintiendo – sin saberlo- que él y ella estaban en el centro de una esfera de silencios y sombras y soledades que lo acompañarían por el resto de su vida. Sin darse cuenta, murmuró una canción que había aprendido de ella, en los tiempos de su cautiverio, cuando se cantaba a sí misma para defenderse del espanto de estar todavía cuerda; sonidos que no significaban nada para él, pero que su memoria rescató como un puente – el último de los puentes posibles- con Daia, con todas las Daias que conoció y amó, aunque él careciera de palabras para nombrar sentimientos que nunca antes habían requerido ser nombrados, porque nunca antes habían existido en la especie.
Con una nueva ternura limpió la boca manchada por los restos de sangre y cordón umbilical, y quizás por no resistir la mirada violeta y fija, le cerró los ojos, con torpeza, casi con miedo. Luego depositó a Daia de nuevo en la hierba. Se sacó la piel que lo cubría y con ella improvisó una manta para envolver y transportar a ambos recién nacidos. Los llamó Caín y Abel.
Esther es una activa participante del foro Prosófagos , en el que ella de manera desinteresada, lleva a cabo una labor de crítica, siempre constructiva, de los cuentos que allí se publican. "Especiación inversa" es una muestra de su prosa impecable. Su blog: Aquí
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