Gloria Scharetg, de La Florida, USA, con LA FELICIDAD
* Homenaje a las pequeñas víctimas de las Brigadas de la Muerte en Brasil.
Tenía razón el Airton, no se siente nada. No me duele más la pierna, y eso que desde el día que entraron al morro a los tiros que ando con esta pata a cuestas, cada vez más hinchada y ya hasta mal olor le había entrado a sentir pero ahora no, no siento nada, como si la curandera Camila me la hubiera sanado con sus menjunjes y potingues y ya estuviera como antes, lista para un picadito con los rapáis de la cuadra.
Tampoco cansancio siento. Me vinieron eso sí unas ganas de dormir tan grandes que hasta me cuesta tener los ojos abiertos. Me da casi risa, ni yo puedo decir si los tengo abiertos o cerrados. Pero son lindas estas ganas, es como si supiera que voy a poder dormir toda la noche de un tirón y que voy a tener un sueño dulce, como cuando la Mãe todavía estaba en el rancho y se metía en el catre donde nos apilábamos para dormir el Bruno, el Edson, la Mary, el Everton y yo y se ponía a cantar y la Mary que todavía no era la Mary sino el Mauro le alcanzaba un vasito con vino de la botella del viejo y después se arrodillaba en el suelo al lado nuestro y la Mãe sonreía, o nosotros pensábamos que sonreía porque era como si un rayito de sol hubiera entrado por una de las rendijas de las latas del rancho y la Mãe entonces entre trago y trago nos contaba la historia de la mulata Tereza, tan linda y tan presumida que se contoneaba por las calles de barro de la favela alardeando que el día que se fuera a la ciudad se convertiría en una bailarina famosa y que volvería al morro solo para reírse de los que se habían quedado y que, en verdad, un día se había ido pero jamás había vuelto, salvo en nuestros sueños en noches como aquellas y al otro día nos contábamos lo que habíamos soñado y nos reíamos con ganas inventándola de mil maneras.
La Mãe nunca había querido irse. Por eso siempre prefirió trabajar como lavandera, para poder ejercer las actividades en su propia casa. Pero el rancho, como todos los de la favela, siempre estaba lleno de personas que no son parientes sino otros moradores de la favela así que la Mãe terminó lavando la ropa en el río que corre junto a la base del morro. Trabajo pesado el de la Mãe. Llegar al río no era tan difícil. Aun con las bolsas cargadas de ropa sucia y las latas para el agua el camino cuesta abajo era llevadero. A lo largo del camino se le iban juntando otras mujeres que aprovechaban las horas más frescas de la mañana para descender. Muchas veces la Mãe me hacía faltar a la escuela para poder traer más agua al rancho y siempre sabía quién se nos iba a unir en la siguiente vuelta del camino. Casi nunca se equivocaba. Cada mujer que se incorporaba al grupo se agregaba a la conversación general que, casi siempre, giraba alrededor de las debilidades de los maridos. Las quejas se tornaban rápidamente en motivo para b romas y pronto todas terminaban riéndose de los males de las otras, olvidándose por un momento que ellas padecían de lo mismo. Por la mitad del camino ya era tal la cantidad de mujeres y meninos que se armaba una verdadera barahúnda y de las casas linderas del camino se empezaban a escuchar los gritos de los moradores intentando acallar la bulla.
Al llegar al río, con la excusa de descansar de la caminata, se sentaban amontonadas sobre las bolsas de ropa sucia y arremetían nuevamente con las bromas y los chismes por un rato. Después, las mujeres se acomodaban en el lugar de siempre y empezaban la dura tarea de todos los días, mientras los meninos hacíamos una pelota con cualquier cosa y jugábamos un improvisado partido de futbol, soñando con llegar a ser como Pelé.
Por horas la Mãe y las otras lavaban la ropa, encorvadas, con el sol ardiente quemándoles las espaldas y el único alivio de los pies descalzos en medio del agua. El río con ellas cambiaba de apariencia. Toda la ribera se salpicaba de cuerpos morenos moviendo los brazos y las manos sin parar. Las mujeres, agotadas por el duro trajín, dejaban de hablar y se encerraban en sus propios pensamientos. A veces, una que otra tarareaba una canción, pero raramente otras se le unían. La Mãe era una de las que cantaba. Pero siempre cantaba canciones tristes. Cuando yo preguntaba por qué, respondia: ah meu menininho, e que o samba é a expressão de dor de uma alma... Como música de fondo sólo tenía el chapotear del agua y los golpes de la ropa en las piedras, pero para mí no había canciones más bonitas que las que ella cantaba.
Después de varias horas cada una emprendía el regreso por su cuenta. La cuesta arriba era dura. La ropa mojada doblaba o triplicaba el peso de los bultos y la vara que los unía lastimaba los hombros encendidos por el sol. Pero no solo el cansancio rezagaba la marcha. Antes de subir había que llenar de agua las latas que habían bajado vacías y colocarlas con cuidado en la cabeza para poder llevarla al rancho. Con la lata de agua en la cabeza los pasos tienen que ser lentos y cautelosos para no perderla por el camino y no tener que volver a bajar. Cuando bajaba con la Mãe los dos llevábamos latas con agua para la casa y aunque no me lo decía, yo sabía que ella estaba orgullosa de mí. A veces al llegar arriba me decía: «¿Sabes que es la felicidad? La felicidad es tener salud para poder bajar y subir al morro todos los días con sol o con lluvia. Eso es la felicidad.» Yo entonces me ponía contento, porque la veía bajar y subir todos los días, con buen o con mal tiempo. Hasta que un día, como la mulata Tereza, no volvió a subir.
Las lavanderas que habían bajado con ella nos aseguraron que la Mãe estaba bien, que les había dicho que ya no podía seguir aguantando las borracheras y los golpes del pai. Les había dicho que ya lo único que le importaba era ser feliz. Y ahí me di cuenta que me había mentido sobre la felicidad.
Y ni hambre siento. Eso sí que es muy raro. Parece que tuviera el estómago lleno y hace tantos días que no como nada. La última vez fue la noche que volví pal morro, la noche que supe que ya el Mauro no era más el Mauro aunque ya igual todos sabíamos que abajo se cambiaba de ropa y se pintaba, pero fue la primera vez que arriba, en el morro, se presentó toda vestida de mujer y hasta con nombre cambiado, ahora quería que la llamáramos Mary.
A mí me había gustado el cambio. Era distinto de cuando se disfrazaba en los carnavales. El Mauro era loco por el samba, decía que el samba era su verdadera familia y que si hay que sufrir, mejor sufrir bailando. El año entero se preparaba para los carnavales. Nunca faltaba a los ensayos de la escola do samba y siempre se las ingeniaba para conseguir el disfraz más elaborado y atractivo. Pintada y vestida de mujer la Mary siempre llamaba la atención, pero esa noche se veía más linda que nunca, más linda todavía que la Mãe. Lástima que ella no estuviera para verla. La Mãe era la única que nunca se había burlado de ella y que hasta la había defendido de las burlas y las groserías de los vecinos y del propio Pai.
Esa noche sí que comí bien. La Mary trajo feijão, charque, lingüiça defumada, paio, y hasta rabo y cocinó una feijoada que quedó como para chuparse los dedos. Al que no le gustó el cambio fue al viejo. Menos mal que llegó cuando ya habíamos terminado de comer y como estaba bastante pasado de tragos se quedó dormido enseguida. El Bruno, que también hacía rato que no subía al morro, había llegado hacia tres días, así que estuvimos todo el tiempo contándonos de todo y riéndonos por cualquier estupidez. La Mary nos contó que había ido a verlo al Edson a la prisión y ahí nos pusimos un poco tristes pero enseguida el Everton y el Bruno empezaron a chusmearle a la Mary los últimos acontecimientos de la favela y bien prontito ya estábamos desternillándonos de risa. Cerca de medianoche fueron llegando los vecinos y el copo empezó a pasar de mano en mano, mientras el fervor de la bebida hacía que todos descargaran sus propias desventuras en la favela misma, como si esos cubos de tablas y de latas viejas fueran un ser vivo. Uno a uno soltaba su bronca y hasta su respeto por ella.
—Si no fuera que me despidieron del trabajo nunca hubiera abandonado la ciudad ni hubiera regresado a la favela.
—Así pasa hermano, ella es la barraca protectora que tiene el pobre en su lucha por la vida.
—Vista desde abajo parece que está ocupada por simples ruinas, como si hubiese habido un terremoto.
A mí siempre me gustó quedarme escuchando a la gente que llega y se queda en las ruedas de aguardiente. Parece que el alcohol todo lo cambia. Todo se ve más lindo. Todo se transforma y las palabras, aún en boca de gente simple y bruta como la gente del morro, se oyen como si fuera una película o una serie de tevé y sacuden y también impresionan. Entre risotadas y aguardiente las personas van cambiando de profesión y hasta de nombre. Al Rulo le pusieron poeta cuando dijo que de abajo los rayos del sol en los tejados de las casas del morro parecen un camino al cielo. El Silvio contestó que ese «camino» no es nada más que una mentira que termina en la infelicidad y enseguida lo bautizaron «Amargado». Y vuelta a reír. Y a tomar.
—Y sin embargo, no pasa un día sin que algún infeliz empiece a construir su pocilga.
—Tienes razón, la favela es el lugar de los que sufren.
—Pero cada vez que bajamos a la ciudad terminamos por volver.
Esa noche, con el Edson de regreso y la Mary tan linda y la barriga repleta y toda esa gente que gustaba de conversar me pareció que al fin estaba sabiendo lo que es la verdadera felicidad.
Y hasta el miedo se me fue. Y eso que nunca, juro que nunca tuve tanto miedo como cuando sentí esa quemazón en el estómago y me incline a mirar y vi toda esa sangre que salía sin parar y me di cuenta que era la mía, y tuve miedo de morirme y pensé en la Mãe y empecé a llorar y a pedir por ella y quise moverme, pero no pude.
Ni siquiera la noche anterior, cuando nos avisaron que los del escuadrón habían llegado al morro y empezamos a correr tratando de escapar, tuve tanto miedo. Y eso que llegué a pensar que el corazón se me salía, de tanto correr, y por el susto. Todo el mundo sabía sobre las redadas del escuadrón y de lo que eran capaces, pero nunca habían llegado al morro y nadie estaba preparado. Al mismo tiempo que se escuchó la primer balacera ya se escucharon los gritos desde afuera y los ruidos de tanto pie descalzo corriendo y tropezándose en la oscuridad.
—A correr, a esconder los meninos —gritaban las mujeres y los hombres.
A mí me agarró el Bruno y me tapó la boca con una mano mientras me arrastró con fuerza afuera de la casa con la otra. Empezamos los dos a deslizarnos hacia la base del morro pero íbamos cortando camino, por entre medio de las casas, ocultándonos entre las matas y parando a cada rato para cerciorarnos de que nadie nos seguía.
Al rato se hizo un silencio insoportable. El miedo se sentía en todas partes. Por momentos se escuchaba una serie de tiros y luego todo volvía a quedar en silencio. De vez en cuando se oía algún grito de dolor. De tanto en tanto un insulto o un ruido extraño de algo que se movía cerca nuestro. Entonces nos quedábamos como congelados, con miedo hasta de respirar. El Bruno me abrazó tan fuerte una de esas veces, que yo pensé que me iba a asfixiar. Hasta él mismo se debe haber dado cuenta, porque después me pasó la mano por la cabeza como pidiéndome disculpas.
Esa noche tuve tanto miedo que ni pensé en la felicidad.
Al amanecer salimos del matorral donde estábamos escondidos y empezamos a correr en zigzag. Recién entonces me di cuenta que me habían pegado en el muslo. El Bruno me hizo un torniquete con un retazo de mi propio pantalón y comenzó a arrastrarme con fuerza por cortadas y callejones. Por momentos con gestos me ordenaba agacharme en la tierra sin moverme hasta que los perros y las botas y los gritos parecían alejarse y después volvía a arrastrarme a seguir corriendo. Casi sin aliento llegamos a la base del morro. Agazapados esperamos a la vera de la carretera hasta poder cruzarla sin ser vistos. La claridad incipiente del día nos trajo cierta tranquilidad. Ya no corríamos, pues temíamos despertar curiosidad entre la gente que empezaba a poblar las calles. Aun así, caminábamos deprisa y de tanto en tanto, el Bruno se daba vuelta para ver si alguien nos seguía. En menos de una hora llegamos a nuestro destino, la iglesia donde los rapazes de la calle se refugiaban de los Brigadistas.
El Bruno se asombró de ver algunos rapazes acurrucados en las escalinatas, tiritando de frío.
—El Padre llega a las ocho, nos informó uno de ellos. A la hora de la misa entramos todos y a veces nos quedamos todo el día, hasta que cierra la iglesia. Después nos sentamos acá, en las escaleras, rogando para que los brigadistas no aparezcan.
Yo miré al Bruno aterrorizado. Él me había dicho que tan pronto me dejase en un lugar seguro él regresaría al morro a buscar a la Mary, no estaba seguro que hubiera podido escapar y quería saber si estaba bien.
—No te preocupes —me dijo—, ya falta muy poco para que se abra la iglesia y antes que te des cuenta yo estaré de vuelta con la Mary. No te pasará nada, ya verás. Aquí no se van a atrever a hacer nada.
Intentando ser valiente asentí con la cabeza, aunque bajé los ojos para no verlo irse, aferrándome al sonido de sus pasos alejándose, como si ese sonido fuera todo lo que me quedaba.
De repente volví a sentir sus pisadas y hasta me puse contento pero fue sólo un segundo. Enseguida comprendí que no era el Bruno el que se acercaba. Aun los rapazes que parecían dormidos se agolparon temblando contra la puerta de la iglesia. Yo me uní a los demás, jadeando de terror, odiando la claridad del día que nos hacia tan visibles, contra esa puerta inmensa que no se abría.
Siempre había imaginado que los brigadistas debían ser muy grandes y muy fuertes pero desde el suelo donde estábamos acurrucados me parecieron gigantes.
—El Bruno tiene razón —pensé—, no nos van a hacer nada, nosotros somos sólo unos meninos pequenininhos, muertos de hambre, ni armas tenemos, sólo frío.
Ni siquiera sentí miedo cuando vi que apuntaban sus carabinas hacia nosotros. ¿Cómo iban a tirar si se estaban riendo? Recién cuando sentí esa quemazón en el estómago y me agaché a mirar y me di cuenta que ese líquido caliente que brotaba de mi cuerpo era mi sangre, me empezó a dar miedo, mucho miedo, y pienso que todos los meninos debieron sentir el mismo miedo porque de repente las escalinatas se llenaron de gritos y de sangre hasta que de repente hasta el sonido de los gritos y las risotadas y los tiros y las botas alejándose cesó completamente y se hizo un silencio absoluto. Yo quise moverme, pero no pude, y creo que por primera vez tuve miedo de morirme y pensé con mucha fuerza en la Mãe, porque ella siempre decía que si uno creía con fuerza en los sueños éstos se cumplían y aunque me empezó a dar mucho sueño, no dejaba que los ojos se me cerrasen y seguía pensando en ella y hasta el dolor se me fue y hasta el hambre y el frío. Tenía razón el Airton, después de un tiempo no se siente nada, sólo el calor del sol en la cara y por fin la voz dulce de la Mãe, diciéndome que ésta, de verdad, era la felicidad.
Gloria Scharetg © 2008
Tenía razón el Airton, no se siente nada. No me duele más la pierna, y eso que desde el día que entraron al morro a los tiros que ando con esta pata a cuestas, cada vez más hinchada y ya hasta mal olor le había entrado a sentir pero ahora no, no siento nada, como si la curandera Camila me la hubiera sanado con sus menjunjes y potingues y ya estuviera como antes, lista para un picadito con los rapáis de la cuadra.
Tampoco cansancio siento. Me vinieron eso sí unas ganas de dormir tan grandes que hasta me cuesta tener los ojos abiertos. Me da casi risa, ni yo puedo decir si los tengo abiertos o cerrados. Pero son lindas estas ganas, es como si supiera que voy a poder dormir toda la noche de un tirón y que voy a tener un sueño dulce, como cuando la Mãe todavía estaba en el rancho y se metía en el catre donde nos apilábamos para dormir el Bruno, el Edson, la Mary, el Everton y yo y se ponía a cantar y la Mary que todavía no era la Mary sino el Mauro le alcanzaba un vasito con vino de la botella del viejo y después se arrodillaba en el suelo al lado nuestro y la Mãe sonreía, o nosotros pensábamos que sonreía porque era como si un rayito de sol hubiera entrado por una de las rendijas de las latas del rancho y la Mãe entonces entre trago y trago nos contaba la historia de la mulata Tereza, tan linda y tan presumida que se contoneaba por las calles de barro de la favela alardeando que el día que se fuera a la ciudad se convertiría en una bailarina famosa y que volvería al morro solo para reírse de los que se habían quedado y que, en verdad, un día se había ido pero jamás había vuelto, salvo en nuestros sueños en noches como aquellas y al otro día nos contábamos lo que habíamos soñado y nos reíamos con ganas inventándola de mil maneras.
La Mãe nunca había querido irse. Por eso siempre prefirió trabajar como lavandera, para poder ejercer las actividades en su propia casa. Pero el rancho, como todos los de la favela, siempre estaba lleno de personas que no son parientes sino otros moradores de la favela así que la Mãe terminó lavando la ropa en el río que corre junto a la base del morro. Trabajo pesado el de la Mãe. Llegar al río no era tan difícil. Aun con las bolsas cargadas de ropa sucia y las latas para el agua el camino cuesta abajo era llevadero. A lo largo del camino se le iban juntando otras mujeres que aprovechaban las horas más frescas de la mañana para descender. Muchas veces la Mãe me hacía faltar a la escuela para poder traer más agua al rancho y siempre sabía quién se nos iba a unir en la siguiente vuelta del camino. Casi nunca se equivocaba. Cada mujer que se incorporaba al grupo se agregaba a la conversación general que, casi siempre, giraba alrededor de las debilidades de los maridos. Las quejas se tornaban rápidamente en motivo para b romas y pronto todas terminaban riéndose de los males de las otras, olvidándose por un momento que ellas padecían de lo mismo. Por la mitad del camino ya era tal la cantidad de mujeres y meninos que se armaba una verdadera barahúnda y de las casas linderas del camino se empezaban a escuchar los gritos de los moradores intentando acallar la bulla.
Al llegar al río, con la excusa de descansar de la caminata, se sentaban amontonadas sobre las bolsas de ropa sucia y arremetían nuevamente con las bromas y los chismes por un rato. Después, las mujeres se acomodaban en el lugar de siempre y empezaban la dura tarea de todos los días, mientras los meninos hacíamos una pelota con cualquier cosa y jugábamos un improvisado partido de futbol, soñando con llegar a ser como Pelé.
Por horas la Mãe y las otras lavaban la ropa, encorvadas, con el sol ardiente quemándoles las espaldas y el único alivio de los pies descalzos en medio del agua. El río con ellas cambiaba de apariencia. Toda la ribera se salpicaba de cuerpos morenos moviendo los brazos y las manos sin parar. Las mujeres, agotadas por el duro trajín, dejaban de hablar y se encerraban en sus propios pensamientos. A veces, una que otra tarareaba una canción, pero raramente otras se le unían. La Mãe era una de las que cantaba. Pero siempre cantaba canciones tristes. Cuando yo preguntaba por qué, respondia: ah meu menininho, e que o samba é a expressão de dor de uma alma... Como música de fondo sólo tenía el chapotear del agua y los golpes de la ropa en las piedras, pero para mí no había canciones más bonitas que las que ella cantaba.
Después de varias horas cada una emprendía el regreso por su cuenta. La cuesta arriba era dura. La ropa mojada doblaba o triplicaba el peso de los bultos y la vara que los unía lastimaba los hombros encendidos por el sol. Pero no solo el cansancio rezagaba la marcha. Antes de subir había que llenar de agua las latas que habían bajado vacías y colocarlas con cuidado en la cabeza para poder llevarla al rancho. Con la lata de agua en la cabeza los pasos tienen que ser lentos y cautelosos para no perderla por el camino y no tener que volver a bajar. Cuando bajaba con la Mãe los dos llevábamos latas con agua para la casa y aunque no me lo decía, yo sabía que ella estaba orgullosa de mí. A veces al llegar arriba me decía: «¿Sabes que es la felicidad? La felicidad es tener salud para poder bajar y subir al morro todos los días con sol o con lluvia. Eso es la felicidad.» Yo entonces me ponía contento, porque la veía bajar y subir todos los días, con buen o con mal tiempo. Hasta que un día, como la mulata Tereza, no volvió a subir.
Las lavanderas que habían bajado con ella nos aseguraron que la Mãe estaba bien, que les había dicho que ya no podía seguir aguantando las borracheras y los golpes del pai. Les había dicho que ya lo único que le importaba era ser feliz. Y ahí me di cuenta que me había mentido sobre la felicidad.
Y ni hambre siento. Eso sí que es muy raro. Parece que tuviera el estómago lleno y hace tantos días que no como nada. La última vez fue la noche que volví pal morro, la noche que supe que ya el Mauro no era más el Mauro aunque ya igual todos sabíamos que abajo se cambiaba de ropa y se pintaba, pero fue la primera vez que arriba, en el morro, se presentó toda vestida de mujer y hasta con nombre cambiado, ahora quería que la llamáramos Mary.
A mí me había gustado el cambio. Era distinto de cuando se disfrazaba en los carnavales. El Mauro era loco por el samba, decía que el samba era su verdadera familia y que si hay que sufrir, mejor sufrir bailando. El año entero se preparaba para los carnavales. Nunca faltaba a los ensayos de la escola do samba y siempre se las ingeniaba para conseguir el disfraz más elaborado y atractivo. Pintada y vestida de mujer la Mary siempre llamaba la atención, pero esa noche se veía más linda que nunca, más linda todavía que la Mãe. Lástima que ella no estuviera para verla. La Mãe era la única que nunca se había burlado de ella y que hasta la había defendido de las burlas y las groserías de los vecinos y del propio Pai.
Esa noche sí que comí bien. La Mary trajo feijão, charque, lingüiça defumada, paio, y hasta rabo y cocinó una feijoada que quedó como para chuparse los dedos. Al que no le gustó el cambio fue al viejo. Menos mal que llegó cuando ya habíamos terminado de comer y como estaba bastante pasado de tragos se quedó dormido enseguida. El Bruno, que también hacía rato que no subía al morro, había llegado hacia tres días, así que estuvimos todo el tiempo contándonos de todo y riéndonos por cualquier estupidez. La Mary nos contó que había ido a verlo al Edson a la prisión y ahí nos pusimos un poco tristes pero enseguida el Everton y el Bruno empezaron a chusmearle a la Mary los últimos acontecimientos de la favela y bien prontito ya estábamos desternillándonos de risa. Cerca de medianoche fueron llegando los vecinos y el copo empezó a pasar de mano en mano, mientras el fervor de la bebida hacía que todos descargaran sus propias desventuras en la favela misma, como si esos cubos de tablas y de latas viejas fueran un ser vivo. Uno a uno soltaba su bronca y hasta su respeto por ella.
—Si no fuera que me despidieron del trabajo nunca hubiera abandonado la ciudad ni hubiera regresado a la favela.
—Así pasa hermano, ella es la barraca protectora que tiene el pobre en su lucha por la vida.
—Vista desde abajo parece que está ocupada por simples ruinas, como si hubiese habido un terremoto.
A mí siempre me gustó quedarme escuchando a la gente que llega y se queda en las ruedas de aguardiente. Parece que el alcohol todo lo cambia. Todo se ve más lindo. Todo se transforma y las palabras, aún en boca de gente simple y bruta como la gente del morro, se oyen como si fuera una película o una serie de tevé y sacuden y también impresionan. Entre risotadas y aguardiente las personas van cambiando de profesión y hasta de nombre. Al Rulo le pusieron poeta cuando dijo que de abajo los rayos del sol en los tejados de las casas del morro parecen un camino al cielo. El Silvio contestó que ese «camino» no es nada más que una mentira que termina en la infelicidad y enseguida lo bautizaron «Amargado». Y vuelta a reír. Y a tomar.
—Y sin embargo, no pasa un día sin que algún infeliz empiece a construir su pocilga.
—Tienes razón, la favela es el lugar de los que sufren.
—Pero cada vez que bajamos a la ciudad terminamos por volver.
Esa noche, con el Edson de regreso y la Mary tan linda y la barriga repleta y toda esa gente que gustaba de conversar me pareció que al fin estaba sabiendo lo que es la verdadera felicidad.
Y hasta el miedo se me fue. Y eso que nunca, juro que nunca tuve tanto miedo como cuando sentí esa quemazón en el estómago y me incline a mirar y vi toda esa sangre que salía sin parar y me di cuenta que era la mía, y tuve miedo de morirme y pensé en la Mãe y empecé a llorar y a pedir por ella y quise moverme, pero no pude.
Ni siquiera la noche anterior, cuando nos avisaron que los del escuadrón habían llegado al morro y empezamos a correr tratando de escapar, tuve tanto miedo. Y eso que llegué a pensar que el corazón se me salía, de tanto correr, y por el susto. Todo el mundo sabía sobre las redadas del escuadrón y de lo que eran capaces, pero nunca habían llegado al morro y nadie estaba preparado. Al mismo tiempo que se escuchó la primer balacera ya se escucharon los gritos desde afuera y los ruidos de tanto pie descalzo corriendo y tropezándose en la oscuridad.
—A correr, a esconder los meninos —gritaban las mujeres y los hombres.
A mí me agarró el Bruno y me tapó la boca con una mano mientras me arrastró con fuerza afuera de la casa con la otra. Empezamos los dos a deslizarnos hacia la base del morro pero íbamos cortando camino, por entre medio de las casas, ocultándonos entre las matas y parando a cada rato para cerciorarnos de que nadie nos seguía.
Al rato se hizo un silencio insoportable. El miedo se sentía en todas partes. Por momentos se escuchaba una serie de tiros y luego todo volvía a quedar en silencio. De vez en cuando se oía algún grito de dolor. De tanto en tanto un insulto o un ruido extraño de algo que se movía cerca nuestro. Entonces nos quedábamos como congelados, con miedo hasta de respirar. El Bruno me abrazó tan fuerte una de esas veces, que yo pensé que me iba a asfixiar. Hasta él mismo se debe haber dado cuenta, porque después me pasó la mano por la cabeza como pidiéndome disculpas.
Esa noche tuve tanto miedo que ni pensé en la felicidad.
Al amanecer salimos del matorral donde estábamos escondidos y empezamos a correr en zigzag. Recién entonces me di cuenta que me habían pegado en el muslo. El Bruno me hizo un torniquete con un retazo de mi propio pantalón y comenzó a arrastrarme con fuerza por cortadas y callejones. Por momentos con gestos me ordenaba agacharme en la tierra sin moverme hasta que los perros y las botas y los gritos parecían alejarse y después volvía a arrastrarme a seguir corriendo. Casi sin aliento llegamos a la base del morro. Agazapados esperamos a la vera de la carretera hasta poder cruzarla sin ser vistos. La claridad incipiente del día nos trajo cierta tranquilidad. Ya no corríamos, pues temíamos despertar curiosidad entre la gente que empezaba a poblar las calles. Aun así, caminábamos deprisa y de tanto en tanto, el Bruno se daba vuelta para ver si alguien nos seguía. En menos de una hora llegamos a nuestro destino, la iglesia donde los rapazes de la calle se refugiaban de los Brigadistas.
El Bruno se asombró de ver algunos rapazes acurrucados en las escalinatas, tiritando de frío.
—El Padre llega a las ocho, nos informó uno de ellos. A la hora de la misa entramos todos y a veces nos quedamos todo el día, hasta que cierra la iglesia. Después nos sentamos acá, en las escaleras, rogando para que los brigadistas no aparezcan.
Yo miré al Bruno aterrorizado. Él me había dicho que tan pronto me dejase en un lugar seguro él regresaría al morro a buscar a la Mary, no estaba seguro que hubiera podido escapar y quería saber si estaba bien.
—No te preocupes —me dijo—, ya falta muy poco para que se abra la iglesia y antes que te des cuenta yo estaré de vuelta con la Mary. No te pasará nada, ya verás. Aquí no se van a atrever a hacer nada.
Intentando ser valiente asentí con la cabeza, aunque bajé los ojos para no verlo irse, aferrándome al sonido de sus pasos alejándose, como si ese sonido fuera todo lo que me quedaba.
De repente volví a sentir sus pisadas y hasta me puse contento pero fue sólo un segundo. Enseguida comprendí que no era el Bruno el que se acercaba. Aun los rapazes que parecían dormidos se agolparon temblando contra la puerta de la iglesia. Yo me uní a los demás, jadeando de terror, odiando la claridad del día que nos hacia tan visibles, contra esa puerta inmensa que no se abría.
Siempre había imaginado que los brigadistas debían ser muy grandes y muy fuertes pero desde el suelo donde estábamos acurrucados me parecieron gigantes.
—El Bruno tiene razón —pensé—, no nos van a hacer nada, nosotros somos sólo unos meninos pequenininhos, muertos de hambre, ni armas tenemos, sólo frío.
Ni siquiera sentí miedo cuando vi que apuntaban sus carabinas hacia nosotros. ¿Cómo iban a tirar si se estaban riendo? Recién cuando sentí esa quemazón en el estómago y me agaché a mirar y me di cuenta que ese líquido caliente que brotaba de mi cuerpo era mi sangre, me empezó a dar miedo, mucho miedo, y pienso que todos los meninos debieron sentir el mismo miedo porque de repente las escalinatas se llenaron de gritos y de sangre hasta que de repente hasta el sonido de los gritos y las risotadas y los tiros y las botas alejándose cesó completamente y se hizo un silencio absoluto. Yo quise moverme, pero no pude, y creo que por primera vez tuve miedo de morirme y pensé con mucha fuerza en la Mãe, porque ella siempre decía que si uno creía con fuerza en los sueños éstos se cumplían y aunque me empezó a dar mucho sueño, no dejaba que los ojos se me cerrasen y seguía pensando en ella y hasta el dolor se me fue y hasta el hambre y el frío. Tenía razón el Airton, después de un tiempo no se siente nada, sólo el calor del sol en la cara y por fin la voz dulce de la Mãe, diciéndome que ésta, de verdad, era la felicidad.
Gloria Scharetg © 2008
Mis historias son trágicas en su esencia. Un terrible sentido de lo impensable persigue a mis personajes. En el universo de lo inaudito se convierten en pinturas de apocalípticas personalidades atrapadas en circunstancias inevitables. Su concreción, brevísima a veces, suele culminar en estallido inesperado liberando emociones que van desde el desconcierto al escalofrío.
En este pensamiento se resume la genialidad de Gloria, ganadora del Premio de Narrativa 2005, por "El militar", en el portal YoEscribo. Más: http://www.gloriascharetg.com/
Saludos, Blanca.
ResponderEliminarAnte todo, disculpa que me vaya a otro tema. He tenido noticia, gracias a dos amables usuarios de un foro (Palabras y Ahiah), de que hemos sido víctimas de un plagio. Imagino que ya sabes bien a qué foro y a qué casos me refiero (seguramente no seamos los únicos). He publicado dos mensajes en dicho foro esta misma mañana, que te invito a leer para que reflexiones sobre una posible acción legal o acuerdo "amistoso" tanto con JP Sánchez (responsable del punible plagio), como con www.bubok.es, empresa que ha comercializado bastantes títulos "de" este sujeto, y entre los cuales no podemos saber a ciencia cierta a día de hoy si aparecen otros textos plagiados. En este sentido, me he puesto en contacto vía correo-e tanto con JP Sánchez como con Bubok.
Aparte, te felicito por la publicación de tu novela en Roca editorial. Como autor y editor, sé muy bien que es todo un logro para aquellos que sí nos tomamos en serio nuestro trabajo y el de los demás.
Un saludo.
Hola Bellver, ya te envié un correo que saqué de tu blog.
ResponderEliminarUn gusto que hayas pasado por mi blog,
Saludos!
Blanca