De un personaje de novela y de un coche roncador
Hoy se cumplen quince
años del fallecimiento de Henry Jaszczuk (Waldek Grodek en La Búsqueda) y
traigo a colación esta entrada que escribí justamente hace quince años:
El erróneo concepto de «amor verdadero» nos acompaña desde que tenemos uso de palabra. Y no digo uso de razón, que si la tuviéramos con seguridad no diríamos semejante barrabasada, porque: ¿Qué amor no es verdadero? Al menos, es verdadero hasta que se demuestra lo contrario. En algún momento de nuestras vidas, casi todos, y no digo todos porque hay quienes tal vez no hayan experimentado ese sentimiento que hace que se encoja el estómago cuando pensamos en la otra persona; aunque bien podría ser que el sentimiento se extienda hacia algunos objetos, ¿por qué no?, se me acaba de ocurrir. Un coche, por ejemplo. ¡Ah! Yo sí tuve amor por mi Mustang Fastback Mach I. De un color verde metalizado, de asientos que casi llegaban al suelo, de su sonido poderoso, potente; un motor de trescientos sesenta centímetros cúbicos, ocho cilindros en V y doble tubo de escape. Rugía como un león cuando está contento, o mejor debería decir «ronroneaba», aunque los vecinos no estuviesen muy de acuerdo conmigo. El término exacto sería, como decía mi recordado Henry: «roncaba». Sí, señor. Mira, Blanca, de cero a 140 kilómetros por hora en diez segundos, y yo chillaba de alegría, eran épocas en las que no conocía el miedo.
El claxon no era el
original, sino el de la película «Il sorpasso», con Vittorio Gasman, algo así
como un bufido, escandaloso como el mismo ronquido. Otro aporte de mi querido
Henry, más conocido en Polonia como Waldek, y a nivel universal y literario
como Waldek Grodek. El coche primero le
perteneció a él. Después, cuando sentó
cabeza —tenía ya unos cincuenta y tres años—, me lo pasó a mí, pero no me lo
obsequió, no. Él siempre decía que las cosas se apreciaban más cuando uno
pagaba por ellas, y aunque yo no estaba totalmente de acuerdo, asentí con
fervor, porque las facilidades eran ridículas y me moría por poner mi pie en el
acelerador del Mustang. Él se compró un Chevrolet Montecarlo, más acorde con su
apariencia de muchacho maduro, y yo empecé a gozar de la vertiginosa velocidad
de uno de mis «amores verdaderos».
Tiempo ha pasado ya. ¿Veinte años?, no.
¿Veinticinco? ¿Treinta? Más, Blanca, por favor, si desde entonces has
renunciado a tu trabajo, has abierto un taller de alta costura, has escrito
varias novelas ¡y hasta tienes agente literario…! Cierto, Waldek. Decía yo.
Hoy, un día de
diciembre del año 2010, me encuentro en una situación completamente
diferente. Ya no más autos
roncadores. Ahora prefiero el silencio.
He descubierto que me gusta estar acompañada de música, y si es sinfónica,
mejor. He empezado a apreciar la ópera y eso sí: jamás he dejado de leer. Mi biblioteca ya no tiene espacio donde
colocar más libros y estoy pensando seriamente en transformar una pared de mi
sala en otra biblioteca. Y es que soy una señora de sesenta años cumplidos
—muchos dicen que no los aparento, pero son todos míos—, que requiere de un
deporte más apacible que andar en un Mustang cortando el viento. Viejo amor que
se fue hace años y no está más conmigo. Tampoco hoy está conmigo mi querido
Henry. Se fue. Hay quienes piensan que a
un lugar donde se van todos los buenos, los valientes, los héroes… porque Henry
era un héroe, literalmente. Tenía una
medalla de plata otorgada por el mismísimo ejército de los Estados Unidos de
América, y no por haber combatido en la guerra de Vietnam, en la del Golfo o la
de Irak. No, señor. Fue porque combatió
contra los nazis en la II Guerra Mundial, la más conocida, y glamorosa de las
guerras, si se pudiera acuñar ese término.
O como dijera cierto personaje que no quisiera nombrar: «La madre de
todas las guerras».
¿Amor verdadero? ¡Claro que conozco el amor verdadero! Lo siento en la sangre que corre por mis venas, en los recuerdos que apabullan mi mente, recuerdos de todos estos años vividos a plenitud al lado de un personaje de novela, y también cada vez que me siento a escribir y la emoción me lleva por derroteros que nunca sé adónde me conducirán, como cuando empecé a escribir esto. Creí que sería una tesis acerca de lo que significa el término «amor verdadero», y miren ustedes, ha resultado en un maremágnum de diferentes intensidades, como la música de Chopin, con su pequeño recortadito como si indicase alguna duda, para luego darse a fondo. Con todo.
Un amigo me dijo que
debía dedicar a Henry una entrada especial en el blog, pues era un personaje
literario. Creo que tenía razón. Pero sucede que cuando se trata de situaciones
personales, es como cuando se es médico, no se puede operar a un familiar cercano,
menos si se trata del marido. Solo puedo decir que mientras mis dedos recorrían
las teclas con la cadencia armoniosa que me acompaña cuando las ideas fluyen
sin esfuerzo, esa idea fue recomponiéndose en mi mente y esta entrada la dedico
a mi inolvidable Henry, el Waldek Grodek que algunos de ustedes han conocido
por mi novela La búsqueda, y otros porque lo conocieron a él. El de la sonrisa fácil, el Waldek de la
mirada que nunca perdió ingenuidad ni en el último día de su vida.
Él siempre tenía una
pregunta en los labios: ¿por qué yo? Y creo que era la pregunta que había en
sus ojos la última vez que lo vi. Pero esta vez su interrogante no me hizo
sonreír. Supe que esta vez tenía razón: ¿Por qué él?
De ahora en adelante
ya no más de aquella sonrisa, ni de sus miradas ingenuas, de su asombro de
niño, ni de su amada compañía. Muy atrás quedaron los escapes a la playa en el
Mustang conducido por Henry a la velocidad del viento... Ya no más.
Adiós, Henry, Waldek, adiós amor mío… hasta que nos volvamos a encontrar.
Tuya, siempre,
Blanca


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