El rey de los gitanos
EL
REY DE LOS GITANOS
Blanca
Miosi
A la mujer y los
dos niños no les interesaban las ratas que corrían libremente por los recovecos
de los bloques de adobe con que estaba construida la precaria vivienda, una más
del barrio Mendocita, más conocido como “el basurero”. Martha se encontraba allí de
vacaciones; era lo que su madre había dicho al dejarla al cuidado de la abuela.
A sus ocho años, la niña estaba acostumbrada a vivir en diferentes domicilios,
situación que consideraba en extremo interesante. Para el inicio de clases
faltaban tres meses, y para Martha cualquier sitio era bueno. Al asomarse a la
puerta podía ver la escalera excavada en la misma tierra, hasta lo alto del
cerro. Más abajo quedaba el vertedero, donde columnas de humo grisáceo se
elevaban formando volutas que se mezclaban con el olor nauseabundo de los
deshechos en descomposición. Desde la punta del cerro se podía observar la
capital: “Lima, la Ciudad de los Reyes”, como la habían bautizado los
españoles. Para la niña este título tenía su encanto. Su pequeña nariz se
acostumbró con rapidez al permanente olor nauseabundo de Mendocita, y pasaba
las horas correteando por el cerro con su tío Ernesto, que apenas era dos años
mayor que ella.
Una de las
estancias de la choza servía de dormitorio. En la otra la abuela criaba cuyes,
unos animalillos sospechosamente parecidos a las ratas que suelen servirse en
las mesas peruanas como platillo especial. Servía
al mismo tiempo de cocina, baño y para llevar a cabo cualquier otro menester.
No había más. Martha nunca pudo diferenciar los cuyes de las ratas que se
movían libremente junto a las jaulas. Cuando
la abuela preparaba cuy, ella saboreaba hasta el último huesito, sin importarle
si eran o no parientes de aquellas.
Por lo general
los niños trataban de alejarse todo lo posible del basurero, a veces llegaban
hasta el barrio vecino de La
Parada y
se perdían por las callejuelas llenas de gente de toda clase que se movía
afanosamente de un lado a otro acarreando bultos, a veces sobre la espalda,
otras, en carretillas, camino del mercado mayorista situado justo en el centro
de ese revoltijo de gallinas, pavos, cerdos, pescados y gritos. Había tal
bullicio que para entenderse todos debían hablar a gritos.
—Martha, ¡es el rey
de los gitanos! —Señaló Ernesto con el brazo.
—¿Rey de los
gitanos?
—¡Y viene hacia acá! —añadió
el niño, bajando el tono.
Un hombre
delgado con la camisa desabotonada, un pañuelo amarrado en la cabeza y un
diente de oro que sobresalía en su sonrisa se acercó a ellos. A su lado, una mujer con el atavío propio de las
gitanas caminaba contoneándose, tratando de seguirle el paso.
—¿Me señalabas? —preguntó
el hombre, dirigiéndose al pequeño.
Ernesto se quedó
mudo. Martha esperó inútilmente a que reaccionara y cuando vio que el hombre
iba a abrir la boca, se adelantó.
—Sí. Dijo que eres
el rey de los gitanos.
—¿Y tú que piensas?
—Que debes serlo.
—Veo que no me
tienes miedo…
—No creo que sea
cierto que los gitanos despellejen a los niños para volverlos más blancos. Es
una tontería —explicó Martha.
El hombre soltó
una risotada y acarició la cabeza de Martha. La mujer que estaba a su lado
también sonrió y acomodó las pulseras que tintineaban en sus muñecas.
—Señor rey de los
gitanos…, nosotros ya nos íbamos a casa —articuló por fin Ernesto.
—Nada de eso.
Ustedes me han caído bien; vengan conmigo.
Los niños se
quedaron de una pieza. El hombre les dio un pequeño empujón para que se
animaran y pronto estaban cruzando la puerta abierta en una larga pared blanca.
—Me llamo Miguel y
soy el rey de los gitanos, es verdad. Si sabes quién soy, debes saber a qué me
dedico —dijo el hombre, dirigiéndose a Ernesto—. Todos aquí trabajan para mí. Yo te
enseñaré a ser un buen gitano.
—Señor… yo no quiero
ser gitano, yo quiero ir a mi casa…
—Un buen gitano sabe
predecir el futuro, pero primero debe saber cómo hacer que se cumpla, ¿me
entiendes? Tienes que ser cauteloso. A todo el mundo le gusta que le lean el
futuro, ya lo comprobarás, solo tienes que acercarte a las personas y preguntarles
si desean conocer su futuro, el resto corre de nuestra cuenta.
—¿De veras puede
saber el futuro? —preguntó Ernesto a punto de llorar.
—Por supuesto, hijo.
Ellos vendrán, yo les quitaré el dinero y después se irán un poco más
pobres, ¿Ves como sé
predecir el futuro? —El hombre soltó una carcajada tan
contagiosa que hasta Martha empezó a reír con él.
—En cuanto a ti… —la
miró detenidamente—,
tú no eres de por aquí, ¿verdad?
—Estoy de vacaciones —dijo
ella—. Solo unas semanas, de vacaciones—enfatizó.
—Ya veo… tratándose
de… ¿cómo te llamas? —preguntó dirigiéndose a Ernesto.
—Ernesto, señor…
pero no puedo…
—Ya que estás con
Ernesto, mi amigo y futuro colaborador, te haré un favor especial. Morgana —señaló
a la mujer—, léele el futuro a
esta niña.
—Me llamo Martha,
pero no tengo dinero, así que temo que no podrás predecirme el futuro.
El rey de los
gitanos sonrió al mirarla. Su
rostro cambió de manera sorprendente. Ya no era el hombre de gesto grotesco y
risa escandalosa. Hizo una señal con los dedos sin dejar de observarla y la
mujer se acercó, tomó la mano de Martha, puso la palma hacia arriba y la
observó como si leyese un libro.
—Dile lo que ves.
Díselo —ordenó el rey de los gitanos.
Morgana habló
con voz hueca.
—Algún día serás muy
famosa. Te codearás con gente importante, vivirás con un extranjero y en el
extranjero harás tu fortuna. Solo tienes que rodearte de papeles, muchos
papeles. Recuerda: papeles.
—Quiero verte aquí a
partir de mañana —ordenó el hombre a Ernesto.
Luego el rey de
los gitanos y Morgana dejaron de prestarles atención, como si dieran por hecho
que todo debía cumplirse.
Ernesto y Martha
regresaron a Mendocita, sin hablar una palabra, dejando La Parada cada vez más lejos.
A partir del día
siguiente, Ernesto desapareció todas las mañanas, y al regresar siempre traía algo de comida. Le contó a la abuela que había
empezado a trabajar. Los
juegos con Martha se hicieron más escasos y empezó a mirarla de manera
diferente, hasta con cierto respeto, como si las palabras de la gitana hubieran
calado hondo en él.
Un día Marta sintió picor en el
cuerpo, tanto que no podía
dejar de rascarse hasta lastimarse la piel. Empezaron a brotarle granos con pus
que ella misma reventaba con las uñas y acababan formando costras en una sucesión
interminable. Cuando su madre la recogió de casa de la abuela, la llevó
directamente al Hospital del Niño. Dijeron que tenía sarna. Le limpiaron todas
las costras y aplicaron sobre las llagas un líquido que le dejó el cuerpo
ardiendo. Siguió el tratamiento en casa de su madre y un mes después Martha estuvo curada y pudo volver a
ducharse, cosa que no había
hecho durante los tres meses que
pasó con la abuela. Por las noches se sumergía en los libros que sacaba
prestados de la biblioteca, aguardando el día en que su madre la enviaría a
otro hogar diferente, como era costumbre. En esta ocasión fue a casa de unas
tías, ya había estado con ellas una temporada anteriormente, y se alegró de
volver a convivir con su prima Francisca.
Ambas dormían en
la misma cama y les gustaba hablar cuando se acostaban juntas. La primera noche
Martha empezó a contar:
—Paquita, esta
vez vengo de una casa de donde yo nunca hubiera querido salir.
—¿De veras?
¿Cómo era?
—Tenía una
entrada suntuosa, una gran sala, una escalera curvada que llevaba directamente
a mi habitación, preciosa, con
cortinas de seda rosada. El dormitorio era para mí sola... Pero
no es eso lo que quería contarte. Cierto
día bajé al sótano…
—¡Tenía sótano!
—exclamó Francisca abriendo tanto los ojos que podían verse en la oscuridad.
—Por
supuesto. Todas las casas
así tienen sótano. Un día bajé y encontré cosas increíbles. Había una casa de muñecas que había
pertenecido a Zaida, la hija de la dueña, cuando era niña. De mayor Zaida murió arrojándose desde
el tejado.
—¿Y por qué lo
hizo?
—Porque estaba
enamorada de un torero.
—¿Y qué tenía
eso de malo?
—El torero
estaba casado.
Francisca
asintió con la cabeza, comprendiendo la lógica de la
explicación. Satisfecha del efecto de su historia, Martha prosiguió.
—La casa de
muñecas se iluminaba sola por las noches y todo era tan pequeño que yo apenas
podía meter los dedos por las ventanas. En alguna ocasión logré ver dentro
algunas sombras, como si allí viviese gente diminuta...
Martha calló
cuando sintió la respiración acompasada de su prima. La abrigó con la colcha y
dio un suspiro. Aún sin sentir sueño, siguió imaginando mundos que solo había
conocido cuando su madre, al no tener donde dejarla, la llevaba a la Biblioteca
Nacional, un lugar mágico donde las horas transcurrían sin sentirlas. Cerró los
ojos y se vio a sí misma muchísimos años después, escribiendo libros tan
grandiosos como los que allí había leído. Recordaría todos los lugares, todos
los momentos, todas las penas por las que había pasado, y todas las comidas que
no había tenido, para plasmarlas por escrito. Tal vez así, algún día, otra niña
que como ella fuese en busca de refugio a una biblioteca nacional y pudiera
sentir su soledad acompañada.
Una de las estancias de la choza servía de dormitorio. En la otra la abuela criaba cuyes, unos animalillos sospechosamente parecidos a las ratas que suelen servirse en las mesas peruanas como platillo especial. Servía al mismo tiempo de cocina, spanotes.org/compra-de-bonos-del-estado/
ResponderEliminar