El cóndor de la pluma dorada: La novela (Fragmento)
Veintiocho cargas de oro y dos mil de plata
llevadas desde Pachacamac; ciento sesenta y ocho cargas de oro desde el Cuzco y
veinte de Quito. Los españoles fundieron
el oro para poder repartirlo. Y mezclados en el crisol fueron a parar los
elaborados vasos, los cántaros, los ídolos.
El oro llegaba desde el lejano reino de los chilis, en los confines del
imperio, también desde la inaccesible Pasto. Se desnudaron del dorado metal los
templos, los nobles, los caciques. Y mientras los sinchis arrojaban a los
recogedores sus orejeras de oro para salvar a Atahualpa, la mirada de desprecio
de los runas, era la respuesta indolente a los esfuerzos de la nobleza quiteña
y a los allegados de Huáscar para convencerlos de luchar por una causa
común. Muchos años de iniquidad y
crueles batallas habían agotado su amor por el imperio. Ellos sólo deseaban que
los españoles libertarios trajeran la justicia anhelada, en tanto que Pizarro
separaba para sí espigas de maíz de oro, y bandejas y aves con el mismo metal de los jardines
dorados del Cuzco para enviarlas al rey de España. Reservándose para él la
litera de oro de Atahualpa.
Después de la repartición, los aventureros
cayeron en cuenta que la riqueza era casi igual que la pobreza. Un par de botas costaba cuarenta pesos de
oro. Y un pliego para escribir a su madre, le costó a de Soto una libra de oro,
¡toda una libra!, que pagó entre maldiciones. La primera inflación en el Nuevo
Mundo.
Pizarro llenó la
fórmula del pacto de rescate. Pero Atahualpa seguía preso en aquella tumba de
piedra; con rabia y humillación confirmaba que había sido engañado. Los españoles discutieron que no podían
liberarlo sin que decayera la razón de ser
de la conquista. Atahualpa se
había convertido en un gran problema.
Unos querían
mandarlo a España junto con los que llevarían el quinto real.
Otros sugerían
llevarlo hacia el Cuzco.
No pocos deseaban
matarlo.
Hernando de Soto, Hernando Pizarro, Pedro
de Candia, Antón de Carrión, Pedro de Ayala, Juan de Herrada y otros hidalgos,
sostenían que era necesario enviarlo a España. El Cuzco no se tomó en cuenta
como solución después de estudiar los riesgos. La opción de matarlo era
aconsejada por Riquelme, Diego de Almagro y los suyos; el cura Valverde
susurraba a los oídos de Pizarro la muerte de Atahualpa. Hernando Pizarro el viejo, que hacía
mucho peso en la conciencia de su hermano,
defendía la idea de mantenerlo con vida.
Almagro, que le guardaba rencor desde que estuvieran en Panamá, encontró
la manera de sacarlo del juego, y para lograrlo, el tuerto ponderó con hipocresía sus méritos de honradez y
distinción, eligiéndolo como el más indicado para llevar el quinto real y los
hermosos obsequios a España, y que por consiguiente, se le diera una porción
mayor que a los otros capitanes. Era el
único empujón que necesitaba Pizarro para deshacerse de su hermano. Lo enviaría a España con el oro de los incas.
Atahualpa lo supo
de boca del mismo Hernando Pizarro.
—Capitán, cuando te
vayas, tus compañeros me mandarán matar. El tuerto y el gordo
—por Riquelme—, convencerán a tu hermano para que me mate. Lo sé. No vayas tú,
capitán... —dijo el inca con tristeza.
—No te preocupes señor. No partiré sin la promesa de Francisco
de respetar tu vida.
Pero esas palabras
no disiparon la desconfianza de Atahualpa.
Hernando habló con su hermano, y se ofreció una vez más a llevar al inca
consigo a España, pero Francisco no accedió. Después de su partida, la
conspiración contra el inca Shiry arreció, implacable. Se esgrimieron los
argumentos por parte de frailes y soldados: ofensa a Dios, prevaricaba
Valverde; traición a los indios, acotaba
Almagro. Y Felipillo echaba leña en esa hoguera. Hablaba de conversaciones
sorprendidas a los indios, de conjuras para asaltar a los españoles;
finalmente, ante la llegada de unos cuzqueños partidarios de Huáscar, denunció
la existencia de un enorme plan para liberar al inca.
Ante una acusación
así de concreta, Pizarro empezó a desconfiar de la pasividad de los indígenas.
Su entendimiento basto y unilateral de soldado, no concebía cómo millares de
hombres en su propia tierra, no tramasen algo para salvar a su rey y arrojar a
los invasores de su suelo. Por último, en medio de su odio por Atahualpa,
Felipillo inventó la historia: Atahualpa
mandó matar a Huáscar. Pizarro recordó el as bajo la manga del que le
hablara Hernando de Soto. Era el momento apropiado. Sin querer, de Soto había dado la clave para
poder culpar al inca de fratricida, además de idólatra, polígamo, y cuanta cosa
el cura Valverde encontrara para hacerle parecer culpable. Pizarro lo envió a Hatunmayo para averiguar si era verdad la muerte de Huáscar, como
decían los cuzqueños; de Soto partió a traer la prueba de la inocencia de
Atahualpa, sabiendo que ya Huáscar no estaba en esa zona. Había caído en su
propia mentira, y no sabía exactamente
dónde buscarlo. ¿Cómo encontrar
pruebas de que estaba vivo? —se preguntaba.
Sin gente que le
removiera la conciencia ni que estorbase en sus planes, Pizarro ordenó el
proceso en contra del monarca del Tahuantinsuyu. Un juicio conformado por los
«jueces» Pizarro y Almagro; el secretario era Sancho de Cuéllar. A un pequeño
grupo de hidalgos descontentos por la actitud asumida por Pizarro, le permitió
nombrar como defensor a Juan de Herrada. Los jueces no esperaron el regreso de
Hernando de Soto para empezar el proceso.
Formalmente lo
acusaron de: bastardo usurpador, asesino de su hermano. También de disipar las
rentas del estado al empobrecer al reino con el pago de su rescate, por el
delito de idolatría, por adúltero, por incitación a los pueblos a rebelarse
contra España... pero el cura Valverde no podía perderse de un
último discurso de odio irracional hacia Atahualpa, y saltó al precario estrado
acusándolo de los peores crímenes, y citando los más lúgubres textos
bíblicos pidió a gritos la muerte contra
el salvaje; encarnación viviente del demonio porque se hacía idolatrar públicamente
por su pueblo, y porque practicaba descaradamente uno de los pecados más
horrendos: la poligamia.
El defensor Juan de Herrada invocó en vano
a todas las leyes divinas y humanas a favor del Inca. Fue inútil que dijera que
el único que tenía jurisdicción para juzgar a un rey vencido era el propio
emperador de España. Juan de Herrada defendió con vehemencia la inocencia de un
hombre que vivió de acuerdo con sus códigos, sin haber podido infringir leyes
ni practicar religiones que no conocía. Pero la causa estaba juzgada de
antemano. Atahualpa perdió el juicio.
En medio de la
celebración en la escena montada por Pizarro, hizo aparición un grupo de indígenas azuzados por
el indio Felipillo, que se acercó llorando al estrado para acusar a Atahualpa de
haber mandado asesinar a su hermano en el río Anyamarca, con la escolta que lo
conducía. Justo lo que el conquistador esperaba. Las fórmulas fueron llenadas y
Pizarro y Almagro condenaron al inca Shiry a ser quemado vivo, a menos que se
convirtiera al cristianismo, en cuyo caso le sería conmutada la pena por la
muerte al garrote.
Es ahí, cuando Atahualpa pidió hablar. Todos en el recinto quedaron en silencio. El
inca Shiry se puso de pie y caminó hacia el centro. Con voz serena sabiendo ya
su destino, se dirigió a Pizarro:
—Es a ti,
extranjero, a quien recibí como un amigo, que
dirijo estas palabras: no he cometido más faltas que las que ustedes han
cometido con mi pueblo. Yo los acuso de
traidores, mentirosos, ladrones, idólatras, porque andan por ahí «bautizando»
con un libro y una cruz... un dios que
es el símbolo del ultraje y la mentira, porque en su nombre hacen toda esta
mentira en mi contra, ¿dicen que soy
polígamo? Estoy cansado de escuchar esa palabra. Sin embargo, ustedes han tomado las mujeres
que han querido y deseado, y no son acusados de nada. Me han engañado y yo soy al que culpan. ¿Cómo pueden ser tan hipócritas? Y tú... —señalando al cura—, ¿cómo sé que no
eres un polígamo? Te he visto mirando con deseo a mis mujeres... y ellas me han contado que las has acariciado
cuando les propagabas tu fe. Tú, que representas a ese dios que dice que son
pecados las cosas buenas como el tener los deseos de estar con una mujer. ¿Cómo
lo llamas?: «Lujuria». Dime, cura
Valverde. ¿Cómo fue que viniste al mundo? ¿Acaso tu padre no deseó a tu madre?
Valverde lívido,
gritó:
—¡Blasfemia! ¡Este hombre personifica a Satanás! No tiene
derecho a hablar... ¡Callad, os lo ordeno!
—Tú ya no me puedes ordenar nada. Yo soy el rey de este imperio, ¡soy el emperador
del Tahuantinsuyu! —contestó Atahualpa con la impavidez de quien sabe que
morirá, dijera lo que dijese—. Ahora
desean quemarme vivo, para que no queden rastros de mí en esta, mi
tierra, y no pueda ir a reunirme con mi dios Inti. Si de eso se trata, cura Valverde, bautízame
para cumplir con tus ritos. Te lo ordeno. Prefiero morir con el garrote.
Un pesado silencio se cernió en la sala. El rostro de Valverde
refulgía congestionado por la ira. Almagro deseando que terminase aquella
farsa. Pizarro con los ojos clavados en el suelo. El defensor con los ojos
empañados. Atahualpa de pie en medio del recinto personificaba la imagen de la
dignidad. Su hermoso rostro de mirada impasible, surcado de las primeras arrugas,
reclamaba justicia, mientras en su fuero interno comprendía por primera vez a
los runas del imperio.
—Es un hereje...
—se atrevió a murmurar Valverde. Ya nadie lo escuchaba.
—Como ya no me queda nada más por hacer en esta tierra, te haré
una última petición, a ver si puedes cumplirla —dijo el inca sin hacer caso del
cura, dirigiéndose a Pizarro—: Cuida de mis hijos, mujeres y parientes.
—Lo prometo —respondió Pizarro, tratando de salvar en algo su
honra. Luego agregó—: No fue nuestra la culpa que vuestro pueblo no os haya
apoyado... esta guerra la gané en buena lid.
—Usos son de la guerra, vencer y ser vencidos... —Concluyó
Atahualpa. Reprimiendo un suspiro, quedó en silencio.
Aquella misma noche
Atahualpa fue bautizado con el nombre de José Francisco mientras invocaba en
silencio a Inti y Huiracocha. El cura Valverde apelaba a voces a Dios y Jesucristo, en tanto que vertía el
agua bendita.
Atahualpa respiró por última vez el veintiséis de julio de mil quinientos treinta y tres de la era del Señor.
Fragmento de EL CÓNDOR DE LA PLUMA DORADA, el imperio... el enigma de la ciudad perdida.
Excelente Blanca. Un abrazo
ResponderEliminarSuper, Blanca. El vídeo es fantástico. Seguramente la novela también, tu mano sí que es de oro.
ResponderEliminarA Pizarro continúo teniéndole hincha (un tipo al que le tengo manía, vaya; porque se cargó a Balboa por envidia).
Rafael
Fascinante tengo que comprar el libro felicitaciones Blanca
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