Corazones solitarios


Rodeada del silencio roto por el sonido de los coches once pisos abajo, en la avenida, transcurre esta mañana.  Un amanecer solitario impregnado de la atmósfera de otros domingos en los que la alegría dejaba su rastro en las horas, los minutos, los segundos cambiantes, de un tiempo que pasa inmutable, contemplando sin opinar, sin condolerse, sin esperar. Si pudiera pedir un deseo, sería: que se hubiera hecho eterno un segundo de mi dicha.
Una dicha que se escapa como el agua cuando quieres retenerla entre las manos. La soledad aplasta mi vida esta mañana que se va convirtiendo en tarde, calurosa, de las que antes disfrutaba contigo, cuando compartíamos la frescura del aire acondicionado, encerrados en la habitación, mirando una película, que muchas veces quedaba en la bruma de los sueños.  Estiraba la mano y estabas ahí, siempre, junto a mí.

Desde mi atalaya soy testigo de lo que mis sentidos percibieron antes y ya nada es igual. Ni siquiera el sonido del cucú que ahora dicta las horas a su antojo, como si se hubiese confabulado con el tiempo para decirme que nada es determinante. ¿Acaso la vida lo es? ¿Qué sucedería si cierro los ojos y vuelvo a abrirlos? Todo estaría igual que antes, pero sería un momento diferente. Oye, ¿me escuchas?, ¿puedes verme?, ¿acaso puedes sentir cómo mi pecho se quiebra? No. Aunque desee creer que sí lo haces, sé que no es así.  Fui a ver la placa de bronce que pusieron sobre tu lápida y no sentí nada.  Era un lugar ajeno, rodeado de otros cuerpos en la misma situación.  Es aquí, en la atmósfera impregnada de otros domingos en tu compañía, donde tengo ganas de llorar.

B. Miosi

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