martes, 22 de abril de 2008

Desde Madrid, España, "Dante", por Javier Vásquez Lozada

“¿Qué es esto?”, pensó Tomás Dante, cuando abrió la caja de cartón recién llegada a su casa procedente de la teletienda de un canal local, canal que había empezado a verse en su televisión sin él haber hecho nada ni para conseguirlo ni, después, para impedirlo.
Aquella mañana ya legendaria (en un plano personal, se entiende) del mes de agosto, Tomás Dante, en una versión de sí mismo en bañador rosa-sin camiseta-de vacaciones metido en su casa como el resto del año, esperaba la llegada del paquete rascándose el propio. Era la primera vez que pedía algo en la teletienda y, daba la casualidad, que era la de la recién estrenada cadena local.
FECHA DE ENTREGA: 12 DE AGOSTO HORA DE ENTREGA: MAÑANA SUJETO: TOMAS DANTI
Releyó una vez más la nota aparcada en la mesilla de la entrada. Volvió a emitir un sonido de reprobación (uno que se hace dentro de la boca torciéndola levemente) al leer su primer apellido al que habían italianizado todavía más en algo así como la cosecha de un vino que hubiese estudiado.
—¡DANTE!—gritó más solo que la una, quizás hablándole a la casa, que albergaba al último Dante del que se tiene conocimiento.
Al grito reivindicativo del apellido paterno le acompañó, un segundo después, un movimiento en zig-zag del cortinaje —terciopelo azul—del gran salón de los Dante sin que se pueda asegurar que hay entre ambas acciones una relación causal.
¡Dante!, volvió a repetir esta vez para sí, aparentemente molesto con el tema del apellido, pero más enfadado, en el fondo, con la entrega demorada. Había puesto el despertador esa mañana para evitar sobresaltos y, sobre todo, impedir que la llegada del pedido le pillase en la gran cama familiar con dosel incorporado.
Así que las once y media de la mañana empezaba a ser una hora inaceptable para todo un Dante, si bien ya un tanto desvaído, al menos si lo comparamos con otros dantes de los ya habidos.
Y aún hubo de pasar una hora más, para que el timbre de la casa sonase con su redoble de campana, mientras Tomás Dante se apartaba de la puerta y disimulaba tanta cercanía haciendo esperar al repartidor trece segundos exactos.
Tomás firmó exclusivamente con su primer apellido el albarán de entrega; después miró a la cara desganada del chico y al albarán, pero no a la caja entregada porque, de haberlo hecho, pudiera ser (sólo pudiera) que se hubiera percatado de que había algo que no estaba bien.
Loa lamentos de Dante purgando su rabia convirtieron su casa en un infierno de gritos hasta que se calmó. Por mucho que pueda sorprender, Tomás había pedido un teléfono móvil, teléfono que se había resistido a adquirir (como miembro único de una cruzada que él creía arrastraba tras de sí a cientos, miles de seguidores—quizás otros dantes llegó a creer) hasta que vio el anuncio de la cadena local que, en el colmo de la imaginación, vendía un teléfono algo pasado de moda ya, con las imágenes de un tipo de cara más ancha que larga y con cierta tendencia a la soledad que, una vez adquirido el celular dichoso, empezaba a recibir llamadas de rubias despampanantes que abultaron su agenda y sus pantalones en menos tiempo del que se tendría que tomar para pagar el invento.
Es de suponer que el publicista estaba pensando en alguien como Tomás Dante que, a las cuatro de la mañana y, apunto de un completo desvelo, quedó hechizado con el anuncio y con sus rubias a las que imaginó correteando por el viejo pasillo de los Dante, quizás poblado de fantasmas.
Todo ello sirva para entender la furia de Dante cuando, tras abrir el paquete, se encuentra con lo que parece una gran, gran lata de paté porque era una gran, gran lata de paté.
La furia de Dante se traduce en varias maldiciones un tanto rancias y en un par de defecaciones, por el contrario, muy al uso. Hay que tener en cuenta que Dante tiene un genio tremendo, que hace que poca gente que lo haya tratado se haya atrevido a llevarle la contraria, si bien ese genio, como en la mayoría de los casos, no esconde más que un interior tímido y apocado.
Pero esta vez se lanza. Agarra el teléfono, marca los nueve números de la teletienda local, espera un minuto escuchando a Enya (nunca la soportó: decide encenderse un cigarrillo), atiende las instrucciones de una operadora que parece humana pero que en realidad es una máquina, pulsa varias teclas (hasta cuatro) de su propio teléfono obedeciendo de mala gana y con el ceño fruncido a la mencionada voz con sólo media alma, vuelve a escuchar más música (esta vez, Ray Connif, dos minutos. Por un momento, y, sin apenas darse cuenta, Tomás tararea la tonada), y, de nuevo, una voz maquinal que le avisa (Por el amor de Dios, ¿es necesario?—piensa Tomás Dante) de que le van a atender YA.
—Teletienda local, dígame.
Necesitamos la saliva para hablar. Y eso es algo que T.D. descubre en ese momento, en el que tiene que empezar a extraerla de su propia boca para articular palabra...
—¿Sí? Dígame...
Ánimo, Tomás que ya llega...
—Me cago en la madre que os ha parido... (aquí la furia de Dante en frase propia que no necesita comentario.)
—¿Perdón?
—¡Sinvergüenzas! Yo os había pedido un teléfono móvil, y no una puta lata de paté...
—¿Cómo ha dicho?
—Que me han enviado una putalatadepaté...
—Un momento, señor, apunto entonces que la lata de paté no es de su agrado...
—Pero... qué agrado ni qué niño muerto; yo esperaba un teléfono móvil...
—¿Quiere hacer el pedido de un teléfono móvil? Correcto. Me tiene que dar usted su número de cliente.
—YO YA PEDÍ EL TELÉFONO MÓVIL.
—El número de cliente, por favor...
Tomás Dante que hace honor a su apellido y le da el número.
—Le tomo nota de su pedido, señor Danti.
—¡Dante! ¡Es Dante!
—Le tomo nota de su pedido, señor Dante. Buenos días.
El sonido de la comunicación ya interrumpida le llega a Tomás como el eco de un sueño, de uno desconcertante.
Contempla una vez más la lata de paté. Al menos tiene buena pinta: paté au canard, lee sin tener ni idea de francés. Y la lata es de las grandes. De hecho, no había llegado a imaginar que pudiesen tener ese tamaño. La coge para buscar alguna nota de su peso: un kilo. Es mucho—piensa.—si el paté es bueno, tampoco sería tan mala cosa. Puede que hasta me haya salido barato...
Tres días; eso fue lo que le duró a Dante la lata de paté au canard. Tiempo que nos permite constatar la gula del interfecto teniendo en cuenta que se trataba de una lata de un kilo, y que tal ingestión no sustituyó a ninguna de las comidas principales.
Había recibido un nuevo aviso de entrega; en la nota, que había vuelto a dejar en la mesilla de la entrada, se especificaba que se trataba de un teléfono móvil y de un pedido nuevo. Hecho éste que hubiese disgustado a T.D. de no ser porque la devolución de la lata de paté y su posterior intercambio por el móvil inicial ya le hubiera resultado del todo imposible.
Espera sin llegar a desesperar porque, a la hora prevista, el repartidor llama al timbre y le entrega la caja de treinta por cincuenta sin ningún signo exterior que delate su contenido.
Tomás firma el albarán de entrega sin siquiera mirar al chico del reparto. Sus ojos están clavados en la caja de cartón tratando de traspasarla como si del mismo supermán se tratara. Después la palpa, la agarra y la agita. Sólo escucha un sonido hueco que pudiera ser cualquier cosa. Cualquier cosa... el pensamiento va acompañado de una rápida pero intensa descarga de endorfinas.
Un pingüino... ésa fue la cosa cualquiera; ése fue el contenido de la caja de cartón que supuestamente había de contener el teléfono móvil cuyo anuncio había cautivado en su día a Tomás Dante.
Un pingüino con toda su diéresis y tallado en madera, coloreado de negros y grises. Un pingüino del tamaño de una ardilla, algo orondo y con cierto descuido en las proporciones más o menos intencionado para provocar cierta risa...
Risa que no aparece en el rostro de Dante que, en un primer momento, parece inclinado a repetir pasadas maldiciones pero que después reconsidera el tema y empieza a razonar que, si bien no se va a poder comerse al pingüino, por otro lado se trata de algo más permanente que el paté (esto último lo piensa mientras empieza a buscar un lugar para el pájaro bobo: quizás la repisa de detrás de la tele)
En esta ocasión no llama de inmediato a la teletienda local, sino que deja pasar un par de días. Días que consume en quehaceres varios de ocioso que vive de las cuantiosas rentas de los Dante y, cómo no, en la deleitada contemplación del inesperado trofeo al que, en momentos de cierto delirio, llega a creer una rara y única pieza de museo que por obra del azar y de los envíos de la teletienda local, habita su casa como quizás lo hagan también los fantasmas de los Dante.
Transcurridos dos días decide llamar al teléfono subrayado ya en su agenda personal. Mientras marca los números contempla al pingüino encima de la repisa (orondos los dos en mimetismo imposible de probar). Sonríe (ahora sí) mientras piensa que, a estas alturas, la lata de paté ya estaría casi acabada.
Se repite el mismo proceso de la llamada anterior hasta que...
—¿Teletienda, dígame?
—Verá, señorita, querría reclamar—Tomás que duda por unos segundos mientras contempla, cómo no, al pingüino—no... para qué. Quisiera pedir un teléfono móvil.
—Le tomo nota...

La espera del siguiente envío de la teletienda se le hizo más larga todavía a Tomás Dante, y es que estaba deseando saber qué es lo que le habían enviado esa vez.
Cuando llegó el paquete de turno se encontró, al abrirlo, con las obras completas de John Kennedy Toole. En un principio torció el gesto, y más cuando comprobó que tales obras completas constaban de tan sólo dos volúmenes. Pensó que la obra de cualquier escritor era un buen regalo para todo un Dante, aún uno menor como él, pero lamentó que el escritor en cuestión hubiese escrito tan sólo dos libros, que dejaban lo de las obras completas un tanto deslucido.
Si al menos hubiesen sido las de Balzac—pensó mientras hojeaba la Biblia de Neón con cierta desgana...
Pero pronto superó esa fase inicial de desencanto y reconoció que, al fin y al cabo se había visto sorprendido una vez más.
Y es que Tomás Dante se estaba enganchando a los envíos que la teletienda local le servía puntualmente en su domicilio. Como pasa con la droga dura, pronto quiso aumentar la dosis y, en su siguiente llamada al teléfono favorito de su agenda, hizo dos pedidos de, claro, dos teléfonos móviles.
Unos auriculares inalámbricos, unos patines (con protectores incluidos), un saco de dormir de Winnie the Pooh, dos cedés de los Gomaespuma, una diana electrónica dentro de un original y atractivo armario de madera y un tablero de ajedrez con las piezas talladas a mano fueron algunos de los envíos recibidos por Tomás Dante durante los siguientes días, con mayor o menor deleite por parte del protagonista de la historia sin que, cuando se vio ligeramente desilusionado por alguno de los objetos, disminuyese lo más mínimo su interés por los paquetes de la teletienda local.
Además—pensó una tarde cualquiera—todavía puedo presumir de poder vivir sin necesidad de teléfono móvil.
Una vez pensado eso, se sintió tan complacido que decidió hacer hasta tres pedidos de golpe.

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