lunes, 28 de junio de 2010

Prosofagia, la revista literaria por excelencia

                  Parece mentira, pero ya estamos con el número 8 de Prosofagia, y esta edición es de ochenta páginas, todas interesantes, empezando por el editorial, todo un acierto, como siempre.
                  Revista Literaria Prosofagia Nº 8 Junio 2010
                  Si hacen clik en la imagen podrán encontrar:

                  -En entrevistas del foro, una que hice a “D” Daniel A. Franco, el albañil de Prosófagos.

                  -“Los cimientos”, precisamente de “D”. Nos habla de los orígenes de la lengua.

                  -Daniel Rojas Pachas nos habla acerca de la situación editorial en el norte de Chile: “Compañeros de ruta”.

                  -Una entrevista hecha por Esther al editor y director argentino Miguel Russo, en la que nos aclara un poco el panorama editorial desde su punto de vista.

                  En “El Mundo Editorial”  Primera parte, tenemos varios artículos interesantes:

                  -Sobre libros y lectores, por Boris Rudeinko

                  -Reportaje Agencias, por B. Miosi y Elisabet (Montse de Paz)

                  -Crisis editorial y oportunidades, por B. Miosi

                  -El lector editorial, por Teo Palacios

                  -Reportaje Editoriales, por Elisabet (Montse de Paz)
                  Dos magníficas entrevistas a Espasa y Viceversa.

                  Y no se pueden perder la caricatura de Nelo (Manuel Pérez Recio)
                  Las preciosas fotos de José Luis Jaime Cortés, Plasido, José Ignacio, Pepsi, Daniel Seller, Gabi, José Ramón González…

                  Y las noticias de los compañeros de foro.

                  Les invito a bajar la revista en su versión PDF: Aquí
                  Hago una invitación a los amigos que deseen colaborar con la revista, con cuentos, fotografías, etc., lo único que debe hacer registrarse en el foro Prosófagos: http://www.prosofagos.com/index.php y participar en nuestras agradables tertulias en General, colgar cuentos o poesías, ¡y ya! ¡Dentro de poco habrá un concurso de cuentos!

                  La catedral del mar, Ildefonso Falcones


                  No siempre tengo la oportunidad de leer autores contemporáneos, pues a mi país llegan muy pocos títulos, una muestra de ello es que mis novelas se exhiben en las librerías de Sudamérica excepto en las de Venezuela. Hace unos días pude hacerme con la novela La catedral del mar, de Ildefonso Falcones, un escritor que empezó su meteórica carrera apenas en el 2006.

                  Supongo que después de leerla, a la Editorial Grijalbo no le quedó más remedio que publicarla. Es una de esas historias que nacieron para volverse inmortales. Su personaje principal, Arnau Estanyol, logró cautivarme desde su nacimiento. Pero no solo él; cada uno de ellos está tan bien cincelado que quedó grabado en mi memoria: su padre, Bernat, honesto, amoroso, su hermano Joan, atormentado, Adalis, apasionada como la que más, Francesca, su madre anónima, capaz de soportar los peores vejámenes y sobreponerse a ellos, Mar, la chiquilla mujer, enamorada e íntegra, Elionor, una mujer cuyo odio fue capaz de las peores calumnias, Margarida, una joven con una extraña tendencia a la maldad per sé. Guillem/Sahat; un esclavo más libre que muchos hombres y personaje medular de la obra… y así podría seguir enumerándolos; una sucesión de protagonistas de caracteres irrepetibles, cada uno con una finalidad específica, un ejemplo de cómo escribir una novela que logra mezclar fantasía, realidad y datos históricos con extraordinaria habilidad.

                  El recorrido a lo largo del siglo XIV, (1320-1384) me situó en Barcelona, España, y me hizo conocer sus callejuelas, sus costas, sus iglesias, y especialmente una: La iglesia de Santa María, punto focal de la novela. Pude ver a los bastaixos, cargando enormes piedras a sus espaldas con la fuerza de la fe, a los judíos resguardando su intimidad y seguridad tras el muro del ghetto, a los nobles haciendo valer sus absurdos derechos, como el que ejercían los señores antes sus vasallos, campesinos humildes sometidos a vejaciones sin derecho a reclamo, y quienes eran los que mantenían su nivel de vida, uno de ellos: el derecho a yacer con la novia antes de que lo hiciera el marido, como ocurrió con la madre de Arnal Estanyol, y es a partir de ese momento que se desencadena una historia conmovedora, que transforma a un simple y humilde niño en uno de los personajes más carismáticos y ricos de Barcelona.

                  Un sutil toque del autor me dio a entender las consecuencias de la extraña mezcla de ingredientes que conforman aquello que llamamos «fe»: Arnau puede ver la sonrisa de la Virgen, mientras que su hermano adoptivo Joanet, a pesar de ser un inquisidor de la orden de los dominicos, jamás pudo verla sonreír, una pequeña línea que con gran habilidad el autor deja deslizar cuando ya Joanet es un hombre adulto, y que en cierta forma nos dibuja con nitidez su alma atormentada.

                  La corrupción de la Iglesia y de la monarquía y el enorme poder de éstas, se mezcla hábilmente con la política, los odios, envidias, la ignorancia y la ingenuidad del mortal común. Y creo que lo trascendente de esta obra es hacerme comprender que llegados al siglo XXI, seguimos arrastrando las mismas creencias y manejos, disfrazados en algunos casos, con diferentes nombres. El ser humano es tan moldeable como lo permitan las circunstancias y su conciencia. Arnau Estanyol emerge como un ser excepcional, cuyos principios inamovibles lo elevan a la categoría de héroe.

                  Desde este pequeño sitio de Internet, deseo hacer llegar al autor, Ildefonso Falcones, mi agradecimiento por varias horas enriquecedoras, y mi profunda admiración. Cuando llegan a mis manos estas novelas, caigo en la cuenta de que me falta un largo trecho por recorrer.

                  Blanca Miosi

                  lunes, 21 de junio de 2010

                  Réquiem para un soñador, por B. Miosi


                  Al pensar en Filomena después de tantos años, no logro entender qué fue lo que me llevó a estar loco por ella. La recuerdo como una mujer un poco obesa, de piernas cortas, espaldas anchas y ojos pequeños de mirada penetrante. Su desnudez tal como la evoco ahora no me provocaría una erección, pero sin embargo en aquella época cada vez que la miraba me excitaba. Sus labios delgados y barbilla prominente daban a su rostro una apariencia casi masculina y en cierta forma creo que era lo que más me atraía. Su manera de dominarme mientras hacíamos el amor desataba en mí una pasión que únicamente podía saciar después de saber que la había complacido, al percibir en su piel la capa de sudor que me confirmaba que había quedado satisfecha, mientras sentía sus contracciones estando aún dentro de ella. Al recordarla aún siento nostalgia de la época en la que llegaba de la universidad y lo único que deseaba era hacerle el amor una, otra, y otra vez hasta quedar desmadejado, mientras veía su rostro satisfecho mostrando una sonrisa de triunfo, como si se hubiese tratado de una olimpiada y ella obtuviese la medalla de oro.

                  Filomena, la de los senos pequeños a pesar de su gordura, la que sabiendo que no era una beldad tenía a más de uno atado a sus caprichos. Me pregunto, ¿qué era lo que veíamos en ella? Era inteligente, eso no estaba en duda, y cuando se trataba de explicar la teoría y el uso de las series infinitas o las progresiones aritméticas o geométricas no había quién pudiera hacerle competencia. En el grupo era la única mujer, jugaba a los naipes como un auténtico tahúr; decía que era experta en el cálculo de probabilidades en experiencias compuestas, y todos creíamos que era cierto, ya que nunca le pudimos comprobar ninguna fullería. Y cuando ganaba, que era lo que generalmente sucedía, ella escogía a su hombre. Fui el afortunado más de una vez, pero a diferencia de los otros, yo me enamoré. No me importaba que ella se prodigara con cualquiera de los del grupo, sabía que después llegaría mi turno sin atreverme a pedir explicaciones por temor a perderla. Así pasaron los años, nos graduamos y ella viajó a hacer un posgrado al exterior. La última vez hicimos el amor como dos posesos. Y no la volví a ver.

                  Todos estos años he tratado de esfumar de mis recuerdos el placer irrepetible que Filomena fue capaz de hacerme sentir, la he comparado con las mujeres que sucesivamente formaron parte de mis tardes de hastío, y siempre ella salía ganando. De vez en cuando encuentro a alguno del grupo y hablamos de eso, siempre es así, creo que la hemos idealizado, yo, especialmente. Nunca encontré a otra que llenase ese vacío que dejó en mí, ni siquiera que se le acercase. Hoy aún me conservo solo y no pienso dejar mi soltería. Me cansé de buscar a la mujer adecuada.

                  Esta tarde iré a casa de mis padres, llevo montones de regalos en el auto, de pronto mi familia, en especial mis sobrinos, llenan el vacío que empiezo a sentir en los días festivos y me dispongo a pasar una velada más. Siempre he pensado que las Nocheviejas son como retratos que van quedando como mudos testigos de un pasado que no volverá, de los que se fueron, y ya no están más. La nieve inunda el paisaje y el piso resbaladizo hace que conduzca con cuidado, en estas fechas no falta algún loco que trate de arruinar la fiesta. Ni bien lo pienso, veo un taxi venir de frente y parece que sin intenciones de parar, me hago a un lado, pero es demasiado tarde. El vehículo se incrusta en mi coche. Después de la arremetida, bajo como un energúmeno. De la parte posterior del taxi sale una mujer baja, gorda, con una mata de pelo grisáceo y revuelto que se me enfrenta gritando. La sorpresa hace que calle lo que pensaba responder. Sus ojos me recuerdan a alguien.
                  —¿Filomena? —musito incrédulo.
                  —Carlos... —dice ella, avergonzada de su actitud.
                  Pero no es por su actitud, estoy seguro. Es por su apariencia. Yo mismo quedo de una pieza, no recordaba que era tan terriblemente fea. Claro, los años transcurridos... pero pareciera que en ella se habían amontonado todos al mismo tiempo. Giro el rostro y trato de fijar mi atención en la tremenda abolladura del parachoques. Pero es lo que menos me importa. Lo hago para evitar seguir contemplando su desagradable sonrisa, una mueca en un rostro fofo y deforme. Deseo desaparecer, huir del sitio.
                  —Carlos, aún me recuerdas... —dice tanteando mi reacción.
                  —Por supuesto, ¿cómo olvidarte?
                  Me encuentro diciendo, me da miedo que quiera algo más de mí, que logre despertar mi interés, que me obligue a mirarla, un terror profundo corre bajo mi piel, ya no quiero ese encuentro, ¡deseé tanto ese momento y ahora no sé cómo escapar!
                  Siento su mano áspera en la mía, parece que tiene intenciones de darme un abrazo, y con horror me doy cuenta de que no puedo moverme, me siento paralizado como el muñeco de nieve que está a un lado del camino con su boba sonrisa congelada. Ella acerca su rostro al mío, se empina lo más que puede —parece que se achicó aún más—, y acerca sus labios para darme un beso en la mejilla.
                  —Felices fiestas, Carlos —dice quedo. Su aliento huele a tabaco. Siempre fue una fumadora empedernida. Fumaba como un chino en quiebra.
                  —Gracias, Feliz Año —digo sin afán, pero obligado por las circunstancias le doy un abrazo.
                  Es mi perdición. Vuelvo a sentir el calor de su cuerpo, el palpitar de su pecho ahora pegado al mío, su sonrisa deja de ser espantosa y sus ojos cobran el mismo brillo que yo recordaba la última vez.

                  El chófer del taxi interrumpe diciendo que lo siente, me da su tarjeta, dice que el seguro cubrirá todo, y sigue excusándose, pero yo oigo su voz lejos, como el ruido del televisor cuando no quiero sentir la soledad.
                  —Nunca te olvidé, Carlos. Vamos a casa, te invito un trago. Tenemos mucho de qué hablar —dice con el mismo gesto dominante, la misma voz autoritaria que durante estos años añoré como un idiota.

                  Voy con ella. Nos metemos al coche que para mi fortuna o perdición arranca sin contratiempos y a escasas cinco calles llegamos a su casa. El lugar es tibio. Me lleva casi a empellones al dormitorio y sin yo darme cuenta me encuentro desnudo viendo cómo ella se quita sin recato una a una, cada prenda de ropa hasta quedar en bragas, unas enormes bragas, de esas que llegan hasta la cintura. Reconozco que no es apetecible, pero mi curiosidad es ya más fuerte que mi rechazo. Si antes su cuerpo regordete no hacía imposible mi excitación, ahora aquella mujer cuyo rostro de mejillas colgantes hacen juego con los rollos de su cuerpo, empieza a inspirarme repugnancia. Me echa en la cama y empieza a besarme, por momentos me falta el aire, pero me siento incapaz de rechazarla, pienso que es una pesadilla cuando se sienta sobre mí. Trato de pensar en otra. Lo contrario de lo que había hecho siempre. Me dejo llevar, y por un momento regreso atrás en el tiempo, vuelvo a sentir la misma excitación, y el mismo orgasmo que me dejaba agonizante. Sé que estoy perdido. Aún ahora me pregunto, ¿qué habría sucedido si no hubiera chocado? ¿Si no la hubiese extrañado? ¿Si no hubiese venido con ella?

                  No he vuelto a saber más de mi familia, ni de mis padres, ni mis sobrinos. Solo espero que Filomena llegue como todas las tardes para hacerme feliz.


                  B. Miosi

                  viernes, 18 de junio de 2010

                  La casa del lago, por B. Miosi

                  Fue uno de los primeros cuentos que publiqué en este blog:

                  No creo en los fantasmas. Me resisto a creer en las ánimas en pena que los temerosos de Dios dicen que se arrastran buscando paz y perdón de sus pecados; algo incongruente, se supone que la religión de la Iglesia dice que fuimos redimidos. Entonces, ¿cómo dar fe a esas creencias rayanas en el fanatismo?
                  Siempre creí que todo tenía una explicación y una respuesta racional, por eso, cuando fui a vivir a la casa del lago no me preocupé por las habladurías del viejo del pueblo. Yo simplemente deseaba un lugar tranquilo donde pasar de vez en cuando unas vacaciones, pescando o navegando en un bote de remos que me llevara de un lado a otro en aquel bucólico lugar.
                  Me gustó la casa en cuanto la vi y no regateé el precio al comprarla. Parecía como si formara parte de una postal antigua, enclavada en el bosque y al mismo tiempo tan cerca y tan lejana al lago, un estrecho camino bordeado de piedrecillas que en un tiempo fueron blancas indicaba el camino al muelle de madera. Por dentro parecía ser más pequeña de lo que se apreciaba desde afuera, y su chimenea de piedra me acogía como si unos brazos invisibles me arrullasen resguardándome del frío gélido y del viento que ululaba entre las copas de los viejos pinos que la rodeaban.
                  Fue al tercer día de mi estancia en ella cuando empecé a escuchar unos ruidos que no supe bien a qué atribuir al principio, porque parecían salir de la garganta de un animal herido. Pensé que se trataba de algún lobo o tal vez algún gato salvaje que había sido blanco de un cazador furtivo, pero después de dar vueltas por los alrededores no pude encontrar nada que me indicara que mis sospechas fuesen ciertas. Aquella noche los gemidos lastimeros no me dejaron dormir, no porque temiese de algo tenebroso, era debido a mi preocupación de no poder ayudar a lo que sea que me estuviese necesitando. Decidí salir muy temprano y encontrar al animal, pero a la mañana siguiente tampoco pude hallarlo. El clima empezaba a cambiar, pronto empezaría la temporada invernal, y las primeras nieves empezarían a caer para transformar el paisaje, así que decidí aprovechar lo que quedaba del otoño y me embarqué en el bote con la intención de ir al sitio más lejano del lago. Quería conocerlo todo y aprovechar la tranquilidad de aquel paraje paradisiaco lejos del ruido infernal de la ciudad. Siempre me gustó el silencio, la soledad no era para mí un estado de abandono, sino por el contrario hacía que me sintiera libre, sin ataduras, y era así como me sentía esa mañana en mi bote, remando acompasadamente mientras de cuando en cuando echaba un vistazo a mi recién adquirida casa que se veía cada vez más lejana.
                  En uno de esos atisbos me di cuenta de que no se la veía. Hacía unos segundos estaba ahí, y de un momento a otro no estaba más. Creí que era producto de algún reflejo del lago o un truco de la luz matinal, pero cuando empecé a dar vuelta para regresar, con creciente desesperación supe con certeza de que en efecto, mi casa había desaparecido. Até las amarras en el muelle y corrí por el sendero de piedrecillas pensando que estaba perdiendo la razón. No lo podía creer, el lugar donde estuvo ni siquiera tenía huellas de ella. El conocido sonido lastimero empezó a escucharse y esta vez era un gemido gutural, que parecía querer decirme algo, me llamaba... decía: Ven conmigo, ven, entra, te espero... En un arrebato de locura hice el intento de dar el primer paso hacia donde había estado la puerta de la casa, donde se iniciaba el camino de piedras, pero haciendo acopio de un enorme esfuerzo me quedé con la rodilla levantada y luego la bajé lentamente situando mi pierna junto a la otra. ¿Fantasmas? Cavilé. Yo no creo en ellos. No creo en el diablo ni en el perdón de los pecados.
                  Me metí en el auto y tomé rumbo al pueblo. Por el espejo retrovisor vi la casa, tal como la había visto la primera vez, hermosa, etérea, como fuera de lugar. Vencí el impulso de regresar. Esta vez escucharía la historia completa de las habladurías que el viejo comenzó a contar y yo no le dejé terminar. Después, regresaré a la ciudad. Lo he pensado mejor y creo que prefiero la soledad del bullicio, que el bullicio de la soledad.
                  Después de conducir lo suficiente como para haber llegado, caí en cuenta que el pueblo tampoco estaba ahí, en su lugar vi un hermoso camposanto, bajé del auto presa de la curiosidad y salió a mi encuentro un hombre enclenque, de ojos arrugados, de aquellos que otean el horizonte. Era el guardián del cementerio, se acercó sonriendo y se paró frente a mí.
                  -¿Busca algo en particular? –preguntó.
                  -¿Qué sucedió con el pueblo? –Pregunté a mi vez.
                  -El pueblo. Humm... –El hombre pensativo, se agarró la barbilla-, ¿usted adquirió la casa del lago?
                  -Así es –respondí, impaciente.
                  -Permítame decirle que compró la casa equivocada. Muchos otros fueron timados, y nunca hubo forma de comprobar la estafa.
                  -No comprendo. Y no ha respondido a mi pregunta.
                  -El pueblo que usted visitó tampoco existe.
                  -Imposible. Estuve hablando con un anciano que me advirtió de sucesos extraños.
                  -Otra vez el anciano. –Murmuró el hombre para sí. ¿Recuerda su nombre?
                  -No me lo dijo. ¿Sabe usted quién era? -pregunté exasperado. Parecía que el hombrecillo no tenía por costumbre responder preguntas.
                  -Sólo puedo decirle que corrió usted con suerte, es el primero que escapó con vida. Si desea un consejo le sugiero que se aleje y no regrese.
                  -Quiero una respuesta. ¿Qué sucedió con el pueblo?
                  -El pueblo nunca existió. Lo que usted vio fue un pueblo fantasma, al igual que su casa.
                  -Yo no creo en fantasmas. –Afirmé.
                  -Es por eso que está vivo -contestó él mientras se alejaba perdiéndose entre las lápidas.

                  B. Miosi

                  jueves, 10 de junio de 2010

                  De la responsabilidad del escritor


                  Antes de dedicarme casi a tiempo completo a dar el último repaso a mi novela, leí Control Total, escrita por David Baldacci. Fue publicada en 1997, cuando las redes de la información no habían llegado a ser lo que hoy son: una vorágine que cuando se sabe utilizar para fines criminales, puede servir para casi cualquier fechoría.
                  Control total tiene un ritmo endiablado desde las primeras páginas; un avión se precipita a tierra como consecuencia de un sabotaje. En él viajaba el presidente de la Reserva Federal. Ciento setenta personas más mueren junto a él, carbonizadas. El motivo: un sucio juego de espionaje de secretos informáticos, cuyos alcances amenazan transformar la red en la que actualmente nos movemos en un arma de doble filo. En realidad, ya lo es; cada vez que accedemos a Internet vamos dejando un rastro que jamás será borrado. Si una persona decide hacernos la vida imposible lo único que debe hacer es entrar a nuestro correo electrónico, y hasta a nuestros archivos personales. Nunca hemos sido tan vulnerables como ahora, y sin embargo muchos de nosotros consideramos la red una herramienta ya imprescindible.
                  Pero me estoy alejando del tema de esta entrada, en realidad lo que me llamó la atención de la novela mencionada, fue la última página, la nota del autor, dice así:


                  El avión presentado en las páginas precedentes, el Mariner L800, es ficticio, aunque algunos de los datos indicados en el libro se basan en verdaderos aviones comerciales. Sabiendo eso, los entusiastas de los aviones no tardarán en señalar que el sabotaje del vuelo 3223 está lejos de ser verídico. Los «errores» descritos fueron totalmente intencionados. Mi objetivo al escribir este libro no ha sido el de preparar un manual de instrucciones para causar daño a las personas.
                  En otro párrafo continúa:

                  A medida que los ordenadores de todo el mundo queden vinculados a una red global, se corre el riesgo, que aumenta proporcionalmente, de que una sola persona pueda llegar a ejercer algún día el control total sobre ciertos aspectos importantes de nuestras vidas. Y, como se pregunta Lee Sawyer en la novela: «¿Qué pasará si el tipo es malo?»
                  Siempre me he preguntado si lo que escribimos tiene alguna repercusión en el lector, más allá de lo que significa la lectura como pasatiempo. Recuerdo que cuando leí por primera vez a Hermann Hesse quedé tan impresionada que empecé a ver el mundo de manera diferente. Creía a pie de juntillas que todo era producto de una ilusión, y que mi realidad, la que yo había dado por hecho desde que tenía uso de razón, era un invento de mis sentidos. ¿Cuántos libros habremos leído que nos han hecho reflexionar, creer en algo en lo que antes no reparábamos, o en pensar que tal vez exista algo más que el mundo que nos rodea? Al fin y al cabo el conocimiento proviene de los libros, tenemos una reverencia casi atávica por ellos, y hasta antes de que comenzara a escribir, yo particularmente, creía muchas de las teorías que en ellos se exhibían. ¿Acaso en algún momento no nos hemos parado a reflexionar profundamente sobre nuestro papel en la sociedad, después de leer «1984» de George Orwell? ¿O como consecuencia de El capital, de Marx, el planeta se conmovió en sus cimientos?

                  Creo que todos los escritores tienen una gran responsabilidad por las ideas que exponen en sus escritos, ensayos, y por supuesto, en sus novelas. El público ha sido influenciable desde siempre, recordemos a Orson Welles cuando hizo salir de sus casas a miles de personas, al relatar por radio un pasaje de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, y en esta época en la que parece que ya nos hemos saturado de todo, siguen existiendo seguidores de sectas de las más disparatadas creencias. Es como si la gente deseara creer en algo. No podemos contar con el sentido común de las personas, pues en realidad, son muy pocas las que lo tienen, y no lo digo en sentido peyorativo, yo misma me considero una persona con muy poco sentido común, si no fuese así, jamás habría empezado a escribir novelas, pues no existe nada más lejos del sentido común que pasarse horas tras horas argumentando situaciones que sabemos que son irreales, para que los demás piensen que sí lo son; y por otro lado, están los lectores desean creer que lo que leen es cierto a sabiendas de que es una ficción, es más: si encuentran alguna muestra, por más ligera que sea de que lo que están leyendo no los ha engañado lo suficientemente, se sienten defraudados. Pero existe el peligro que dentro de la miríada de escritores, haya unos cuantos cuyos argumentos, por ejemplo, convenza a buena parte de la población de que la Guerra Santa es sagrada y obligatoria, y que autoinmolarse los llevará directamente al paraíso, ¿no correríamos entonces el riesgo todos de ser objeto de atentados terroristas?
                  Existe un libro llamado: La anatomía de la brujería, por Peter Haining. En él se describen los rituales seguidos por las sectas satánicas, adoradores de la magia blanca, costumbres y rituales demoníacos, con un despliegue de información espeluznante. Me pregunto cuántos de los asesinos en serie que existen actualmente habrán tomado ideas de este libro. ¿Y qué me dicen de la Biblia? sus millones de seguidores en todo el mundo creen firmemente que es la palabra de Dios.

                  Ahora, díganme ustedes: ¿Es o no es una gran responsabilidad ser escritor?

                  B. Miosi