Hace unos 15 años en mi taller de costura viendo muestras de tela. |
Para empezar diré que soy una mujer a la que la vida le
brindó la oportunidad de tener experiencias desde muy pequeña. Tal vez sea el
motivo por el que ahora soy escritora; esas experiencias me permiten comprender
mejor a los demás y por lo tanto caracterizar a los personajes de mis novelas.
Me casé a los diecisiete años con un joven de diecinueve, ya se podrá imaginar
que en lugar de novia parecía estar haciendo la primera comunión, y el cura de
la iglesia no ordenó tocar la marcha nupcial porque llegué con un pequeño
retraso: a mi padre político se le había olvidado la corbata de lazo en casa y
tuvimos que regresar. Entonces no quise comulgar ese día. Cuando el cura me
presentó la hostia le dije que no. Tal vez ahora no lo haría. Me la hubiera
tragado como las cosas que trago cuando algunas personas me hacen pasar
momentos desagradables, pero antes yo era una rebelde sin causa y para qué
negarlo, con causa también.
Después de tres años me divorcié, ya tenía un niño de ocho
meses. Aclaro que no me casé porque estaba embarazada. Lo hice para salir de
casa, por eso antes de que me hicieran casar tuve que fugarme con un chico que
le dejó una nota a su madre bajo la almohada, y fue el motivo por el que nos
encontraron en Junín. Nuestros sueños de colonizar la selva nunca pudieron
realizarse. Nos regresaron a Lima y un mes después estaba delante del altar
negándome a recibir la hostia.
Cuando a los veintitrés años vivía sola con mi pequeño ya de
tres años y medio y trabajaba para una compañía fabricante de línea blanca (la
línea blanca que se ocupa de hacer neveras, cocinas, lavadoras y ese tipo de
cosas, no la otra) conocí a Henry Waldemar, más conocido por su familia como
Waldek. A partir de allí supe lo que era estar al lado de un hombre en quien
podía confiar. Y créanme: no hay nada mejor para una mujer que un hombre que inspire
seguridad, alguien a quién admirar y que sirva de ejemplo. A su lado olvidé la
niñez insegura y temporaria que me tocó vivir, los años en los que tenía que
acostumbrarme cada seis meses a una nueva casa y a una nueva escuela, por eso
nunca tuve amistades duraderas y todo para mí era pasajero. No me encariñaba
con nada ni con nadie. Y creo que en ese sentido no he cambiado mucho, hoy
estoy aquí, mañana puedo vivir en cualquier otro lado y no extrañaré nada.
Excepto a mi hijo, claro, porque con los hijos se tienen un nexo muy especial.
Absolutamente diferente. Pero tampoco soy de las madres que no pueden vivir sin
hablar con él. Me conformo con saber que está bien. Y sabe que siempre podrá
contar conmigo. Sin embargo mi relación con Henry fue un caso muy aparte. Él
significó en mi vida algo muy especial. Fue madre, padre, esposo, compañero,
amigo, maestro… no sé si sea normal encontrar todo eso en un marido, pero tuve
la suerte de tenerlo a mi lado durante treinta y ocho años. Jamás olvidaré su
figura alta, varonil, su cuerpo macizo de vientre plano y su dulce mirada azul.
Si la vida quiso darme un regalo lo hizo.
Hoy en día paso los días escribiendo, no me siento sola en
absoluto, siempre fui abanderada de la independencia y aun estando con Henry me
sentía libre y aprendí a valerme por mí misma. Me encanta la soledad, es la
verdad. Y si no estoy con él prefiero estar sola. Hay quienes me dicen que
todavía puedo encontrar el amor. Y yo me pregunto ¿Para qué? No sé por qué
consideran indispensable vivir al lado de otra persona. «Te ves bastante joven,
todavía tienes oportunidad», es lo que suelen decirme. Yo tengo la oportunidad
ahora de vivir tranquila, libre, hacer lo que desee, es como si siguiera Henry
con vida, casi nada ha cambiado, siempre hice lo que quise, no quiero perder
todo eso para vivir al lado de alguien que estoy segura me coartará de alguna
manera, cambiará mi método de vida y muy probablemente hará que viva en función
de él. Como veo que ocurre a menudo.
Mientras, seguiré escribiendo, seguiré imaginando historias
que quisiera haber vivido, disfrutaré con cada uno de mis personajes, en cada
una de las páginas.