El escritor (Cuento corto)
Eusebio nunca consideró primordial tener amigos, prefería llevar una vida solitaria, no obstante haber estado casado algo más de veinte años. Sin embargo, pese a vivir acompañado, aprendió a resguardar sus sentimientos, y el silencio vino a ocupar el significativo lenguaje mudo que a él y a su mujer los convertía en cómplices. Después empezó a reinar la indiferencia. No precisaban de gestos ni palabras pues no había nada que decirse. Lo que al principio les pareció un mundo fantástico, con el tiempo se convirtió en una lenta agonía. Las noches apasionadas se cubrieron de tedio, las risas se trocaron en muecas amargas, las carencias que al principio los había unido, se convirtieron en el motivo principal de los reproches, al punto de no importar si él miraba las piernas de la vecina de enfrente, o el trasero de la joven universitaria que bajaba con ellos en el ascensor todas las mañanas. Lo importante era cuánto dinero traía cada quincena.
Él retrasaba su
regreso a casa. El comedor se convirtió en un accesorio inútil, pues cada uno
comía en su propia bandeja y en horarios
diferentes; no había entusiasmo para largas cenas familiares como antaño. Él se
acostaba pronto. Ella se quedaba dando vueltas y si iba a la cama temprano
tomaba el control remoto y lo manejaba a su gusto. Las películas la aburrían,
sólo veía programas de chismes de la televisión abierta, mientras él se
revolvía inquieto pues no podía leer por el estridente ruido. Sin poder
concentrarse en un libro y sin ver cine se aburría. La situación lo hastiaba.
Él, mudo y ensimismado. Ella, callada y en su propio mundo. Ya no tenían nada
en común.
Se convirtieron en
dos soliloquios inconexos y repetitivos que nunca encontraban puntos de
acercamiento. Parecían dos extraños, aunque ella estaba convencida de que el
matrimonio era así: cariño expresado en actos domésticos que bastaban para
mantenerlos unidos. No era eso lo que él deseaba para el resto de su vida. Le
molestaban pequeños detalles que se repetían cada vez con mayor intensidad,
como una plaga de termitas que corroían la madera y socavaban los pilares
hogareños, tan débiles, que a la primera embestida o al menor golpe, los
pilares, murallas y techo se desmoronaron por completo y dejaron solo un
residuo: arena delgada que una leve ráfaga esparció sin dejar ningún vestigio
de lo que antes fue un apasionado amor.
Tiempo después del
divorcio la vida parecía extraña. Como si le faltase una hermana siamesa con la
que vivir y lidiar inevitablemente. Un año después, todo empezó a tomar forma. Comprendió
que la vida seguía su curso, y él con la vida. Pero a partir del momento en que
empezó a escribir todo cambió. Descubrió
que podía ser como Dios.
Nuevos mundos,
situaciones, personajes... todo creado por él.
Con la potestad de dar vida y de quitarla. De hacerlos vivir lo que él
hubiera querido, de vengar con ellos los momentos en que la soledad y el
abandono lo hicieron víctima de sus propias carencias, de gozar con ellos lo
que su incapacidad o impotencia le impidieron hacer, de enfrentar el mundo como
a él le hubiese gustado. Todo se encerraba en su mundo mágico. Y lo que en
principio fue un pasatiempo, al paso de los días, semanas y meses, se fue
convirtiendo en una verdadera pasión. Pero lo que nunca sospechó, algo que ni
siquiera atisbó, empezó a suceder. Al comienzo creyó que sucedía con todos los
que escribían, indagó, preguntó entre personas que tenían la misma afición si
tal cosa era posible y solo logró que empezaran a verlo como a un ente raro.
Al comienzo no era
extraño que escribiese basado en experiencias y en emociones pasadas y que de
allí incursionase a mundos posibles, ¿pero era factible que estos pudiesen
volverse realidad? La sensación de poder, de creador de situaciones lo estaba
llevando a una situación límite, en la cual no percibía claramente qué era real
o qué ficticio. Realidad o ficción. Era agotador. No sabía a qué atenerse. Su
mente racional le indicaba que se estaba dejando llevar por la imaginación, como
una cometa que volaba alto, con el peligro inminente de que se cortara el hilo
que lo ataba a tierra. Por otro lado, su nueva faceta de escritor confiaba
ciegamente en lo que creaba, ese era un mundo posible donde él estaba incluido
de manera importante, decisiva. Dependía de él cambiar o no las circunstancias.
Sonaba absurdo como una comedia de Ionesco pero él lo sentía en carne propia.
Si ya existía la realidad virtual donde cada persona incursionaba en el mundo
de sus sueños por qué no crear y vivir su fantasía. De un autismo que enardecía
a sus familiares había pasado a otro de ánimo exaltado, optimista, pero esta
vez, encerrado entre cuatro paredes.
Los pocos
conocidos no veían nada diferente en él, solo que había cambiado la lectura por
la escritura. A ratos, se le notaba alegre y conversador, con un dejo de
verborrea cuando se refería a la literatura. Sin embargo, la pertinacia de sus
preguntas molestaba tanto a algunos, que dejaron de frecuentarlo. Esto no
amainó su empeño en escribir, quería saber hasta dónde podía llegar. Confianza,
miedo, temor a la ilación desbordada, se mezclaban en él, pues estaba
emprendiendo un largo viaje sin pertrechos y no podía detenerse.
Ocurrió una noche.
El cuarto donde vivía después de su divorcio olía a humo aun cuando las
ventanas permanecían abiertas. Los ceniceros rebozaban de colillas; había
pasado todo el fin de semana sin salir. Los restos del chop suey en la pequeña mesa que hacía de comedor, escritorio y
aparador, pues todo lo que no tenía dónde colocar lo dejaba ahí, estaban
resecos, y las rumas de papel de los escritos que había imprimido y que no se
atrevía a botar formaban montones informes mezclados con correspondencia sin
abrir, recibos de pago y quién sabía cuántas cosas más, pero a él no le
importaba. Ensimismado en Orietta, el personaje principal de su novela, que se
empezaba a revelar. A pesar de que varias veces tuvo que reescribir la escena,
ella se negaba a seguir sus directrices, como si guiase sus dedos sobre el
teclado y cuando él quería escribir “anda”, los dedos iban hacia las letras
inapropiadas, y aparecía un “ven”. Orietta,
en un principio rubia de ojos azules, se fue transformando en una morena de
ojos negros, y a la par que físicamente cambiaba, su personalidad se volvía
contundente. No aceptaba más el papel de mujer dulce y modosa, casada con un
joven universitario. Se había convertido en una dama de la noche. Y esa noche
sucedió. Sintió que estaba allí, junto a él, frente a la pantalla, sentía su
respiración en el cuello, su perfume que evocaba jazmín mezclado con maderas de
oriente, el roce de sus cabellos negros y con claridad… un beso en la mejilla.
Es mi imaginación —pensó.
Orietta esperaba en la esquina de la universidad, en el cafetín de
siempre, a que Eusebio apareciese como todos los días, encorvado por el peso de
los libros, pero feliz al verla, adelantaba unos pasos y ella, al saber que
estaba cerca, sentía algo tibio en su corazón…
Escribía él,
tratando de concentrarse. De pronto, bajo lo escrito empezó a ver en la
pantalla:
Orietta, en el cafetín de la universidad, coqueteaba con un chico sentado enfrente, cruzó las piernas dejando ver gran parte de sus muslos, mientras sonreía invitadora. Con fastidio vio a Eusebio, se acercaba a grandes zancadas, siempre apresurado, como en todo, hasta cuando pretendía hacerle el amor, parecía que cargaba un cronómetro y todo debía hacerse al ritmo que marcaba.
¡No! ¡No es lo que quiero escribir! —pensó. ¿Qué me sucede?
—No te sucede a ti. Me sucede a mí.
—Leyó.
Quitó las manos
del teclado como si le hubiesen pinchado con un alfiler. El cuarto en penumbra
se tornó caliente, ni una brisa movía las persianas y aún sentía pegado a su
rostro la respiración de… ¿quién? Creyó
que su imaginación le jugaba una mala pasada. Se puso de pie y fue al baño a
mojarse el rostro. Al mirarse en el espejo, vio carmín en su mejilla. Limpió el espejo lleno de polvo y manchas de
pasta dental, como todo allí. El carmín seguía en su mejilla. Lentamente, pasó la
mano por su rostro y una mancha rosada apareció en sus dedos. Salió del baño,
cogió su chaqueta y abrió la puerta del cuarto lanzándose a trompicones por las
escaleras. Una noche desierta de domingo lo envolvió. Caminó hasta llegar al bar de Pepe.
Necesitaba hablar con alguien, tal vez su imaginación se estaba desbordando.
—Tú siempre tomas
cerveza... ¿Qué te pasa que estás tan acelerado? —replicó Pepe, con la calma
típica de su oficio mientras accedía a su pedido.
—¿Crees posible
que un ordenador piense? ¿O que cuando uno escriba suceda algo similar a lo de
Unamuno, donde el personaje de su novela tiene vida propia? —preguntó exaltado
Eusebio.
—No sé quién sea
Unamuno, pero cálmate, ¿estuviste trabajando en tu novela? Tal vez necesitas
ese trago.
—Sí, tienes razón,
llevo muchas horas sin dormir. Pienso en una escena y después, sin darme
cuenta, la escribo de otra manera. ¿O la escribe ella?, ya no sé. —señaló
nervioso.
—Bueno, tú eres
quien escribe, ¿no? —inquirió el cantinero mirándolo con cierta desconfianza.
—Sí, es evidente.
—He visto muchas
cosas desde este lado del bar. Pero cuéntame, ¿últimamente has salido con
alguna mujer? —preguntó el cantinero medio en broma.
—No. Bueno sí
—mintió sin convicción.
—Ahí está. No se
puede vivir de recuerdos, hombre. Necesitas a una mujer de carne y hueso, no de
esas que inventas en tus libros.
Aquellas palabras
resonaron en la mente de Eusebio. Quizá por ello sus manos se guiaban solas
persiguiendo a sus instintos, caviló mientras bebía. Orietta, maldita Orietta. Representaba
lo absurdo de su existencia. Pensaba en la mujer rubia y de figura esbelta, cuando
en realidad quería a una morena pasional, de pronunciadas curvas, provocativa,
que no tuviese temor de mostrar sus deseos. Una incongruencia que le jugaba una
mala pasada.
—Tal vez tengas
razón, Pepe. ¿Pero dónde encontrar a la mujer perfecta?
—Santas no
encontrarás, pero cualquiera que esté entre santa y callejera, sí —contestó el
cantinero.
—Vale, mejor iré a
descansar. —Pagó y salió a unirse a las sombras de la noche.
La calle seguía
desierta. Decidió dar una vuelta antes de regresar a su inhóspito cuarto. Deambuló
bastante tiempo hasta encontrarse en una plazoleta casi desierta, con excepción
de dos parejas que retozaban en los escaños alejados de la luz. Se sentó en una
de las gradas rodeada de árboles vetustos. Aspiró profundamente y una
penetrante fragancia a jazmín lo inquietó. Intrigado miró a su alrededor y sólo
había añosos plátanos orientales. Otra vez sintió la respiración de alguien
más, esta vez detrás de él, un
escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. Se dio vuelta muy despacio y no vio a
nadie. No, no puede ser…estoy delirando otra vez, calma, debo mantener la
calma, se repetía como un mantra que lo ayudara a preservar la cordura. Sería
mejor regresar a su cuarto y dormir.
De vuelta a su
cuarto intentó conciliar el sueño. Tenía miedo de mirar la pantalla. Miedo de
que algo apareciese en ella. Sin embargo, se sentó en la cama sin dejar de
mirarla. Lo atraía como si él fuese un
insecto mirando una vela. Son cosas de mi mente, todo está en mi cabeza. Y sus
dedos empezaron a teclear:
Octavio estaba seguro de que Orietta esperaría a que terminase su
carrera y luego se casarían —empezó a escribir—, además, sabía que los padres de ella no le
permitirían irse a vivir con él antes del matrimonio. Así era en aquellos años,
y en eso ambos estaban de acuerdo. Sin embargo, sus caricias y besos ya habían
desbordado los límites convencionales.
Apenas terminó la
última línea cerró los ojos y esperó unos instantes, luego los abrió.
Quedaban agotados y sudorosos luego de sus furtivos encuentros
impregnados del fuerte aroma a jazmín del perfume de Orietta. Ella se quejó de
que él se avergonzaba de ella porque siempre deseaba llegar más lejos de lo que
Eusebio, enclaustrado en las buenas costumbres, se permitía. Aquello cambiaría.
Leyó dos y tres
veces lo escrito, comparando los párrafos. De pronto le vino a la memoria el
curvilíneo cuerpo de aquella joven con la cual tuvo sus primeras y más
ardientes experiencias sexuales. Morena, de profundos ojos negros y una
sensualidad exuberante. La dejó por una compañera de universidad, con la cual
se desposó después. Nunca le dio explicaciones, y ahora, después de tantos años
reconocía que su comportamiento no había sido el más caballeresco. Un sudor
helado recorrió su frente. Sintió que se le erizaba la piel, y aunque creía que
por primera vez en muchos días estaba en sus plenos cabales algo en su mente se
tornó confuso. El perfume... ¡cómo pudo pasar por alto el detalle! ¿Y si fuese
ella? Imposible. Un aroma no se traslada por Internet. Trató de tranquilizarse.
Indagaría para saber su paradero. Todo parecía una locura, pero era mejor que
no hacer nada. Alguien debía recordarla.
—Tú no eres Orietta. Ella sólo existe en mi mente, por lo tanto, lo
que está en la pantalla es mi imaginación. —Se
atrevió a escribir, dándose ánimos.
—Es cierto que no soy Orietta. ¿Cómo podría
serlo? No me parezco a ella. Pero sé lo que tú quieres.
Eusebio casi cae
del asiento, quería creer que todo estaba en su mente, pero las letras en la
pantalla aparecían nítidas. Apagó el ordenador y regresó a la cama. Cerró los
ojos tratando de no pensar pero permaneció insomne hasta escuchar el canto
lejano de un gallo. Nunca lo había escuchado, aunque era cierto que jamás había
tenido los sentidos tan aguzados. ¿Quién tendría un gallinero en ese
vecindario? Sabía que era una pregunta absurda. Fue cuando quedó dormido. Al
despertar, en la penumbra de su cuarto, vio la hora en el reloj de la mesilla y
supo que había dormido casi quince horas. Otra vez era de noche y en la
pantalla que, estaba encendida, leyó: ¿Vienes?
Te estoy esperando.
Esta vez no opuso
resistencia, era mejor así, sintió alivio y satisfacción al saber que
finalmente había encontrado al amor de su vida, la mujer con la que viviría
eternamente.
—Voy contigo, Orietta, espérame.
—No te apures, mi amor, toma tu tiempo. Estaremos juntos para
siempre, seremos inmortales mientras otros posen sus ojos en nosotros.
B.Miosi


Comentarios
Publicar un comentario