domingo, 14 de junio de 2020

Lo que aprendí todos estos años


Últimamente estuve bastante atareada en la revisión de mi última novela. Hoy más que nunca pongo mucho cuidado en esa última parte del proceso de escritura; aprendí que releer y corregir es una tarea tan importante como la creación, y para no dejar mi blog abandonado más tiempo aprovecharé la idea que me ronda en estos momentos:

Pasaron ya unos veinte años desde que escribí mi primera novela y puedo decir que he ido aprendiendo a fuerza de ensayo y error. Tal vez no sea la mejor y más rápida manera de hacerlo pero me sirvió para que cada lección aprendida quedase grabada en mi mente para no volver a cometer los mismos errores.
Hoy puedo decir que el proceso de escritura no es tan fácil como creí al comienzo, no se trata de narrar un evento o una historia que está en mi imaginación y ya. Debo hacerlo apropiadamente. ¿Y qué significa esto? Significa utilizar palabras correctas que no lleven a ambigüedades, evitar la prosa rebuscada y los sinónimos imposibles solo por no repetir una palabra en un mismo párrafo —en ocasiones una
palabra repetida es necesaria e imposible de sustituir— porque ello no significa pobreza de vocabulario sino fuerza en las convicciones, y antes que nada, honestidad para con el lector.


Cuando digo ser honesta me refiero también a no ocultarle quién es el asesino (cuando exista alguno) o no reservarse los secretos. El arte del suspense no consiste en mantener engañado al lector sino en que participe en la trama mientras los personajes actúan. El lector sabe quién hizo qué, lo que no sabe es el final. Para mí es importante, porque de otra manera sería muy fácil terminar una novela sacando un conejo de una chistera, como eliminar al malo, al asesino, al embaucador o a cualquier personaje que resulte difícil para proceder a un final fácil. La intriga y el suspense es lo que me atrae de una novela y pienso que a mis lectores les sucede lo mismo.

Ser escritor no solo es saberse al dedillo las reglas gramaticales, ortográficas y conocer el idioma. Es mucho más. Es tener una idea en la mente y llevarla de manera entretenida hasta el final. Cuando alguien me dice que empieza a escribir sin saber en qué terminará la novela creo que es un escritor que escribe a la deriva, y no digo que durante el trayecto hacia el final no se le ocurran sucesos que enriquezcan la obra, pero creo que si uno tiene claro el final, la novela tendrá una estructura más consistente porque la historia tendrá una dirección desde el comienzo.

Algo que aprendí también es que el uso correcto de los signos de puntuación como la importantísima coma (,) es vital para que un texto se comprenda. El buen uso del punto, el punto y coma, los puntos suspensivos y los signos de admiración son imprescindibles. Un texto plagado de puntos suspensivos, por ejemplo, nos dará la sensación de que el autor jamás está seguro de lo que expone. Y si es en los diálogos, los personajes parecerán balbuceantes. Yo pienso mucho antes de utilizarlos. Los signos de admiración dobles nunca me han agradado; mucho menos los que van combinados: (¡¿), ¿qué objeto tienen? Basta un solo signo para crear una exclamación o una pregunta, y el texto se verá más limpio.


En mis novelas evito los coloquialismos y me desagradan las palabras soeces por más que se diga que imprimen realismo. He comprobado que no son necesarias. Es una manera fácil de tratar de “conectar” con el lector. El lector suele ser inteligente y no necesita soportar un libro lleno de vulgaridades. ¿Que soy una mujer chapada a la antigua? De ninguna manera, las palabras altisonantes han existido desde siempre en la literatura, así que no sería ese el motivo, la respuesta es más simple: si los personajes están bien delineados no necesito recurrir a groserías para acentuar sus caracteres.

Puedo decir en un momento dado: “fulano soltó la imprecación que más habría odiado su madre”, por poner un ejemplo, solo se trata de un poco más de trabajo, no de tomar el camino fácil. Obviamente, si el momento lo requiere no evito colar un “¡mierda!” alguna vez, pero no verán en mis libros una retahíla de adjetivos
similares o adjetivos regionalistas para dirigirse a alguien como: “pimpollo”, “pijo”, “pituco”, “chavo” o jerga como “mogollón”, “friki”, “guay”, “acojonante”, “al toque”, y tantas otras a menos que sean de manera puntual y que el personaje lo requiera de manera ineludible.


Bueno, tal vez sea una escritora algo inusual, pero es mi estilo y es como mis lectores me conocen. No descarto que haya quienes gusten de leer novelas con abundantes coloquialismos, y está bien, solo me refiero a cómo ha sido mi proceso de aprendizaje y no puedo quejarme de los resultados.

Creo que es todo lo que tengo que decir por hoy, veremos qué se me ocurre para la próxima entrada.

¡Hasta la próxima, amigos!


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